Ricardo Peña
Citando a Andrea Rizzi (El País, 13/10/25), “el mundo se halla en una época de asombrosa e inquietante metamorfosis … se libra un feroz asalto contra la democracia y los derechos humanos, que ya ha generado una grave involución en muchas sociedades y promete más estragos para el futuro próximo”. Simplificando, podemos afirmar que una ola fascista recorre el mundo, la cual amenaza con producir un gran retroceso en los derechos ciudadanos, a la vez que aumenta el peligro de conflictos entre países y dentro de estos.
En elecciones formalmente democráticas, triunfan personajes esperpénticos como Trump (EE.UU), Bolsonaro (Brasil), Orbán (Hungría), Milei (Argentina), Bukele (El Salvador), Fico (Eslovaquia) y otros. Les une su deprecio por la libertad de expresión y prensa, su consideración de los adversarios políticos como enemigos, su misoginia y su odio al inmigrante. En el caso de Estados Unidos, se añade el entender las relaciones internacionales como imposiciones por la fuerza y el despreciar la legalidad internacional que nació tras la Segunda Guerra Mundial y que había regido las relaciones entre naciones hasta ahora.
La paralización de la agresión israelí en Gaza es un buen ejemplo de esto último. Solo cuando al país cómplice de la agresión le ha interesado pararla, esta se ha detenido. Todavía no sabemos cuáles son las intenciones reales del mandatario norteamericano, si bien parece vislumbrarse que hacer negocio en la reconstrucción de Gaza es una de ellas. Pero, hacer cumplir a Netanyahu las resoluciones de la ONU —una de ellas, implementar la solución de los dos estados— y forzar a que los responsables del genocidio rindan cuentas ante la justicia internacional, están muy lejos de sus objetivos. Entretanto, en un obsceno ejercicio de narcisismo, el autócrata se pavonea de su logro ante el mundo y exige ser considerado el gran pacificador de la humanidad.
Como advirtió el político liberal británico Edmund Burke hace más de dos siglos, “para que el mal triunfe, solo se necesita que los hombres buenos no hagan nada”. Por lo tanto, y aunque los tiempos que corren sean de pesimismo, es fundamental que todos los que defienden la democracia se resistan a esta ola fascista, cada uno en la medida de sus responsabilidades y posibilidades.
Empezando por los partidos socialdemócratas y progresistas, estos deben facilitar acuerdos con los partidos conservadores en los temas de estado y preservar la independencia de las instituciones democráticas. Es tentador, cuando se ve al adversario escorarse hacia la extrema derecha, empujarle en esa misma dirección y presentarle al electorado como indistinguible de la misma, para así captar sus votos. Pero es necesario entender que, ante el auge de la ola fascista, el eje prioritario ya no es la confrontación izquierda-derecha, sino la pugna entre fascismo y democracia. Lo que hay que hacer no es empujar al adversario hacia la extrema derecha sino atraerle hacia la defensa de la democracia.
Por la misma razón, las instituciones democráticas, tales como el Tribunal Constitucional, los órganos de gobierno de los jueces, los de vigilancia de la competencia, el Banco Central, el Tribunal de Cuentas y otros, no han de ser correas de transmisión de los partidos. Han de estar formados por profesionales no partidistas y, a ser posible, acordados con el resto de partidos. La democracia es un equilibrio de poderes y, si las instituciones llamadas a ser independientes son sistemáticamente colonizadas por los partidos y objeto de la lucha partidista, los que salen ganado son siempre los enemigos de la democracia. La socialdemocracia debería esforzarse más en evitar dicha colonización.
En cuanto a los partidos conservadores, es bastante obvio que han equivocado el camino, tanto en España como en el resto de Europa. Hay un patrón recurrente en el que, ante el empuje de las fuerzas neofascistas, las derechas presuntamente moderadas se apuntan a la polarización extrema y a copiar las propuestas populistas como tácticas para frenar la hemorragia de votos. Por lo general, no tienen éxito, pero sí consiguen destrozar los niveles mínimos de concordia y erosionar las instituciones. Como estamos viendo en nuestro país, la polarización extrema de la derecha conservadora destroza los puentes de entendimiento con el resto de los partidos, puentes imprescindibles para restaurar el prestigio de la democracia y defender sus instituciones. También vemos que lo que consiguen es aumentar la desafección ciudadana y engordar los votantes de los populistas. Estos apenas tienen que hacer nada para crecer; el trabajo ya se lo hacen otros.
Soledad Gallego-Diaz (El País, 12/10/25) nos da datos de esta deriva: “La crisis del conservadurismo en Europa ha sido enorme. Parece increíble que los conservadores británicos, que han sido primeros o segundos en las elecciones generales desde mil ochocientos y pico se preparen ahora para ser cuartos o quintos, por detrás del Partido Verde”. También nos señala el camino a seguir: “La Europa nacionalpopulista que gobierna en Italia, Hungría, Polonia, Eslovaquia y Serbia, y que participa en los gobiernos de Finlandia, Suecia y Países Bajos, sumada al avance electoral de dichos partidos en Francia, Alemania, Portugal y España, debería obligar a todos, socialdemócratas y conservadores, a redefinir un marco de acción en Europa”.
El auge del fascismo en los años años treinta del siglo XX se debió fundamentalmente a la emergencia de Alemania y Japón como potencias industriales al mismo nivel que la hegemónica Gran Bretaña y al deseo de aquellas de forzar un reparto del mundo más favorable a sus intereses. Las razones últimas del auge actual hay que buscarlas, en cambio, en el desmesurado poder económico que han alcanzado ciertas corporaciones tecnológicas estadounidenses. El valor en bolsa de las siete más importantes suma 20 billones de dólares, equivalente al PIB conjunto de los 27 miembros de la UE. Este tecnoimperio ha decidido que la democracia, con sus regulaciones e impuestos, supone un freno a su crecimiento y está poniendo las bases para prescindir de ella. Al mismo tiempo, controlan todas las redes sociales, que se han revelado como el amplificador imprescindible para que triunfen sus consignas.
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