Adónde conduce el brutalismo

genocidio

El brutalismo fue un movimiento arquitectónico que se desarrolló en varios países europeos tras la Segunda Guerra Mundial. Sus construcciones se caracterizaban por dejar a la vista los elementos estructurales, especialmente el hormigón, si ninguna concesión a la estética o a la belleza. El objetivo principal era reducir costes para facilitar la reconstrucción. En Madrid, tenemos como representante el edificio Torres Blancas de la Avenida de América, si bien no se trata precisamente de una construcción de bajo coste.

El brutalismo en la vida social y política también se caracteriza por prescindir de todo lo que hace las relaciones humanas digeribles y por mostrar descarnadamente los elementos “estructurales” del discurso, que suelen ser las emociones más bajas: el odio, el desprecio al diferente y el deseo de imponerse al otro por la fuerza.

En las relaciones internacionales, la diplomacia se inventó para que países muy diferentes, incluso enemigos, pudieran dialogar y establecer acuerdos de mínimos. Cuando la diplomacia fracasa, detrás suele venir la guerra, por eso es muy importante cuidar el lenguaje diplomático y procurar no ofender al interlocutor. Un viejo chiste afirma que, cuando un diplomático dice “si”, en realidad quiere decir “puede ser”; cuando dice “puede ser”, en realidad quiere decir “no”; y “no” nunca dice, porque entonces no sería un diplomático.

Tenemos en estos momentos dos conflictos brutales que hacen caso omiso a la diplomacia. Uno es el exterminio deliberado del pueblo palestino por parte del gobierno de Netanyahu, quien no atiende ni a las presiones internacionales, ni a las resoluciones de Naciones Unidas, ni a los autos de la Corte Penal Internacional. Está matando a la población civil indefensa, miles de niños incluidos, en una combinación letal de bombas, hambre y enfermedades. Ha puesto especial empeño en acabar con los hospitales de la franja, para que así  nadie pueda socorrer a los heridos.

Hasta la guerra tiene reglas, y Netanyahu ha decidido despreciar todas ellas, en un ejercicio de brutalidad y crueldad equiparable al que emplearon los nazis para exterminar al pueblo judío. Los nazis no consideraban humanos a los judíos y por eso experimentaban con ellos como si fueran cobayas o los mataban masivamente. Los ultraderechistas dirigentes israelíes a veces han expresado en público una visión semejante sobre los palestinos. Recuerdo esta frase de un ministro sobre la entrada de ayuda humanitaria en la franja: “al enemigo no se le alimenta, se le mata”. El diccionario me da los siguientes sinónimos para brutalidad: atrocidad, barbarie, inhumanidad, salvajismo, sed de sangre, ferocidad, crueldad, sadismo, insensibilidad. Creo que todos ellos son aplicables a lo que está haciendo el gobierno israelí en Gaza.

El segundo ejercicio de brutalidad es la agresión rusa a Ucrania. Además de violar la legalidad internacional invadiendo un país soberano, Putin no respeta a la población civil y bombardea sin remilgos áreas residenciales o infraestructuras eléctricas, buscando matar de frio a sus habitantes, combatientes o no.

El tercer ejercicio es la guerra comercial emprendida por Trump contra todos los países que suministran bienes a Estados Unidos. Lejos de emplear la diplomacia o de buscar acuerdos beneficiosos para todas las partes, utiliza la amenaza y el chantaje para conseguir sus propósitos. Tan pronto anuncia aranceles estratosféricos, como los suspende unos meses, para volverlos a imponer después sin agotar los plazos anunciados. ¿Quién se puede fiar de alguien así?¿Qué falta de respeto es esa a países soberanos? El camino de la amenaza y el chantaje nunca traerá buenas consecuencias en las relaciones internacionales. Ese comportamiento nos remite de nuevo a los chantajes nazis previos a la Segunda Guerra Mundial, cuando invadieron una parte de Checoslovaquia.

Si el brutalismo es peligroso en las relaciones internacionales, también lo es en las políticas domésticas. Las ultraderechas europeas se han instalado en un brutalismo verbal, con el que atacan a los partidos tradicionales y a las instituciones democráticas, tanto desde las redes sociales como en los parlamentos. Su objetivo es deslegitimar la democracia y ofrecerse ellos como salvadores. En los tiempos actuales, no hace falta dar un golpe de estado para llegar al poder. Basta con revestirse de nacional populismo, utilizando la mentira, el insulto y el acoso, y llegar a él por medio de las elecciones. Una vez alcanzado, estos partidos desmantelan o debilitan todos los demás poderes para imponer su pensamiento reaccionario. Es lo que han hecho Trump en EE.UU., Milei en Argentina y Viktor Orbán en Hungría. En España, además del brutalismo de Vox, sufrimos un brutalismo, tan solo ligeramente menor, por parte del partido que debería representar al centro derecha sociológico. Los discursos de demasiados dirigentes del Partido Popular no se diferencian en nada de los de Vox. De hecho, se echan a faltar las voces moderadas dentro de ese partido que, como las meigas gallegas, muchos dicen que existen.

Los ultras españoles se han crecido en esta ola de brutalismo mundial y ahora han inventado pseudoperiodistas que revientan ruedas de prensa en el parlamento y acosan a dirigentes progresistas en la calle y a sus familias en sus casas. Tristemente, el PP se ha opuesto a un reglamento que intente contener estos desmanes antidemocráticos, aduciendo que se quiere cercenar la libertad de expresión. ¿No es esto añadir un poco más de brutlalismo a la cuestión?

Este brutalismo en la vida política no puede deparar nada bueno. Al igual que sucede en las relaciones de pareja, una vez que se pierde el respeto al otro, el diálogo se vuelve imposible y, reconducir la situación, se hace cada vez más difícil.

El problema es que aún no hemos encontrado el modo de combatir eficazmente este estado de cosas, tanto en las relaciones internacionales como en las domésticas. Es una tarea que concierne a todos los demócratas de cualquier signo, porque la humanidad en su conjunto, y también los ciudadanos dentro de cada país, necesitan que se respeten las reglas y las instituciones. Lo contrario conduciría al caos y a dejar que se imponga la ley del más fuerte.

Para empezar, los europeos deberíamos tratar de convencer a los miembros aun reticentes de la Unión Europea —entre ellos, a países como Alemania, Italia, República Checa, Hungría, Bulgaria, Lituania, Grecia y Chipre— para alzar la voz, imponer sanciones al estado de Israel y romper los acuerdos comerciales con él, mientras siga perpetrando las atrocidades que vemos cada día contra los palestinos. Cuando los libros de historia hablen del genocidio de Gaza, las generaciones futuras se preguntarán: ¿por qué no hizo nada Europa cuando todavía estaba a tiempo? El silencio nunca es una opción.

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