La solución no es expulsar a Israel de EUROVISION.

MASSIEL
Soluciones simplistas para problemas complejos

El pasado sábado, Eurovisión 2025 desde Basilea volvieron a iluminarse las televisiones públicas europeas con sus deslumbrantes focos, trajes de lentejuelas y coreografías imposibles. ¿Acaso no son esas mismas luces y colores las que nos enceguecen y nos impiden ver la real dimensión del carajal político en el que vivimos? ¿Hablamos de diversión o es algo más? Cualquier cosa es mejor que agudizar nuestra mirada sobre la crisis democrática real y analizar las causas reales de lo que está pasando en nuestras sociedades. Preferimos refugiarnos en la maqueta brillante de un plató televisivo donde todo parece glamur y nada duele. Ese escapismo masivo está alimentando una desafección política que crece sin distinciones generacionales ni ideológicas y que terminará teniendo respuesta en las urnas.

Desafección política: más allá de los jóvenes

Aunque a menudo se señala a la juventud como la gran víctima del desapego electoral, el desinterés político no es un problema exclusivo de los menores de 30 años. Un análisis de la organización FEPS muestra que en las elecciones al Parlamento Europeo de junio de 2024, la participación entre los menores de 25 años cayó al 36 %, frente al 42 % de 2019—aunque parezca una cifra insignificante, supone un descenso de seis puntos porcentuales en solo cinco años.

Sin embargo, el fenómeno no se ciñe a este grupo etario: un Flash Eurobarometer revela que el 19 % de los jóvenes manifiesta no estar interesado en la política, y otro 13 % declara que no está interesado en votar. Pero veamos un dato que debería helar la sangre de cualquier demócrata: según el Eurobarómetro de otoño de 2024, la confianza en los gobiernos nacionales y parlamentos de la Unión Europea descendió tres puntos porcentuales respecto al informe anterior, cayendo al nivel más bajo registrado en varios años en varios Estados miembro, como Países Bajos, Alemania e Irlanda  . No estamos, pues, ante un simple «problema de los jóvenes», sino ante un malestar generalizado que roza incluso a quienes antaño defendían la democracia como la forma de gobierno insuperable.

2. Eurovisión como símbolo de distracción masiva

En este contexto, el festival de Eurovisión opera como un telón brillante que oculta las fisuras del sistema político. Bajo focos que rivalizan con la aurora boreal y vestuarios que desafían la gravedad, la atención se centra en la coreografía y el láser, mientras crece la polarización real en las urnas y en las calles. Tal como advirtió Guy Debord en La sociedad del espectáculo, en el mundo moderno la imagen acaba por reemplazar la acción, y la verdad se disfraza de pura apariencia.

Más allá de la estetización de la protesta—tintes de neón para denunciar atrocidades—, la frivolización alcanza incluso al drama humano más crudo. Mientras los cantantes brillan bajo reflectores, en Gaza mueren miles de civiles; la soberbia farándula musical eclipsa la urgencia de un conflicto que exige la intervención de nuestras instituciones, no un hashtag efímero. Esta desconexión entre el glamur televisivo y la realidad política contribuye a la desafección: el ciudadano se acostumbra a un espectáculo que desconoce el sufrimiento ajeno, y acaba por creer que nada puede cambiarse fuera de esa pasarela.

 El auge de la extrema derecha: ejemplo, Portugal

Si necesitamos un ejemplo alarmante del divorcio entre espectáculo y política real, basta mirar al sur: el 18 de mayo de 2025, en Portugal, la ultraderecha de Chega logró un histórico 22,6 % de los votos, empatando con el Partido Socialista y superándolo en escaños (58 frente a 58), y obligando a la dimisión de su líder Pedro Nuno Santos. A su vez, la coalición de centro-derecha Alianza Democrática obtuvo solo 32,7 % de los sufragios, insuficiente para la mayoría absoluta. La fragmentación política y la desconfianza en las fuerzas tradicionales han abierto paso a opciones extremas, en un país donde la gente ha dejado de creer en la eficacia de las instituciones.

Este fenómeno no es puntual. Las encuestas del Eurobarómetro muestran—en general—una estabilidad engañosa en el apoyo a la Unión Europea (51 % de confianza en el bloque, récord desde 2007), pero descienden la confianza en los gobiernos nacionales y en los parlamentos (−3 pp). Se dibuja, por tanto, una ciudadanía que valora la idea de Europa como garante de seguridad, pero desconfía de sus élites y de la política nacional. De ahí surgió la opción Chega: un partido que canaliza el desengaño, sin proponer una salida real, pero sí ofreciéndose como antagonista disruptivo frente al «establishment». Nada de esto cae del cielo, varios pensadores sociales llevan tiempo han alertado de este proceso de desviación de la atención hacia lo innecesario, entre otros:

  • Byung-Chul Han, en La agonía del Eros, describe la hipercontratación de estímulos como una infancia eterna que empuja a la sociedad hacia la dispersión y el consumo de lo superfluo, dejando la acción política en segundo plano.
  • Zygmunt Bauman, en Vida líquida, hablaba ya del “refugio en lo efímero” como estrategia para eludir compromisos y responsabilidades colectivas.
  • Ivan Krăstev en La luz que se apaga, señala cómo las democracias sufren un vaciamiento interno cuando sus ciudadanos prefieren la retórica simplista al debate riguroso, y los medios convierten los conflictos geopolíticos en miniseries de un solo capítulo.

En definitiva, todos ellos coinciden en que, cuando el espectáculo canibaliza la deliberación, la apatía política se convierte en norma.

Responsables de la distracción y el desánimo

¿Quiénes son los responsables? Varios actores comparten culpabilidad:

  1. Los dirigentes políticos, que han apostado por un marketing continuo en lugar de ofertas reales de transformación, alimentando la idea de que “todo es espectáculo y nada cambia”.
  2. Los partidos tradicionales, cuyos aparatos internos se muestran impermeables al debate de fondo y prefieren gestos vacíos (memes políticos, coreografías para redes) antes que reformas estructurales.
  3. Los militantes de lo partidos, por un lado, y los opinadores de pasillo, esos “ágrafos de Wikipedia” que, gracias a un par de búsquedas en línea, creen haber descifrado la ideología de adversarios, pero en realidad diluyen cualquier mensaje coherente al convertirlo en un “pozo de memes y tweed”.
  4. Los medios de comunicación, atrapados en la lógica del clic y la “cultura del trending”, que ofrecen imágenes distorsionadas de la realidad política—como si el verdadero conflicto fuera qué concursante llegó a la final, y no la emergencia climática o el aumento de la desigualdad, por citar algo.

El resultado: una ciudadanía hastiada, convencida de que la política es un show de “focos, lentejuelas y estridencias”, incapaz de percibir que detrás del telón se cocinan decisiones trascendentes.

Recuperar el compromiso en lugar de la farándula

Para revertir esta deriva, urge rescatar la idea del compromiso colectivo:

  • Volver a la educación cívica, enseñando que la democracia no es un espectáculo, sino un proceso de decisión compartida, basado en la deliberación crítica y el interés general.
  • Reformar la cultura mediática, incentivando formatos que profundicen en los problemas (pódcast analíticos, reportajes de largo formato) en lugar de la “noticia exprés” y la viralidad fugaz.
  • Exigir a los partidos y sus líderes que acuñen propuestas concretas—desde la reforma electoral hasta políticas de vivienda y transición ecológica—en lugar de slogans vacíos.
  • Animar a los ciudadanos a volver a las urnas y a las asociaciones cívicas, recordando que la participación activa es la única vacuna contra la postdemocracia.

No podemos permitir que Eurovisión siga siendo el gran refugio de lo anecdótico, disfrazado de “gran evento cultural”. Si perdemos el sentido de comunidad política, la farándula triunfará y las instituciones se desdibujarán hasta convertirse en simples contenedores vacíos.

Al fin y al cabo, cuando los focos se apagan y el eco de los aplausos se disipa, solo queda el silencio de la indiferencia. Y ese silencio, lo pagan todos: los ciudadanos, las generaciones futuras y la propia democracia que juramos proteger. Es hora de apagar el glamur vacío y encender la lámpara del compromiso. Si seguimos cegados por los brillos, no veremos la salida del laberinto en que estamos. La cuestión no es para nada “expulsar” a Israel de Eurovisión.

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