Cuando la política juega con fuego se quema la sociedad
España vuelve a discutir lo que ya había discutido, a caminar lo que ya había andado y a encender fuegos que nadie pidió. Como si nos faltaran fuegos para añadir más. La vieja batalla del aborto ha regresado al centro del debate público, no por una necesidad social ni por un cambio sustancial en la realidad de las mujeres, sino por la incapacidad de la política para sostener la calma.
El detonante, aparentemente anecdótico, fue la aprobación en el Ayuntamiento de Madrid —con los votos de PP y Vox— de una resolución que advertía de las supuestas “graves consecuencias psicológicas y físicas del aborto”. Como si la función pública de un Ayuntamiento fuera discutir sobre el aborto y de formas tan broncas.
Detrás del gesto, una vieja estrategia: usar las instituciones como altavoz de una moral que pretende ser la acción política que les compete. Vox agita, el PP acompaña, y luego finge sorpresa ante el ruido. Como era previsible, el Gobierno respondió con el anuncio de una reforma constitucional para blindar el derecho al aborto, reeditando así una lógica que ya se ha vuelto estructural: acción y reacción, provocación y contraprogramación.
El resultado es el de siempre: un país que vuelve a dividirse en torno a un tema que la mayoría creía resuelto, o por lo menos encauzado, y una clase política que confunde gobernar con combatir.
La derecha y su afición a las hogueras culturales
La maniobra del Partido Popular —de la mano de Almeida y bajo la sombra siempre ansiosa de Ayuso— no tiene otro propósito que erosionar al adversario mediante la agitación moral. No busca resolver nada, sino mantener viva una identidad combativa, un relato de resistencia frente a una izquierda caricaturizada como libertina, laicista o desarraigada. Como si Almeida no tuviera otras tareas sobre las que preocuparse y ocuparse, como la limpieza de unas calles cada día más guarras y un tráfico insostenible.
La resolución del Ayuntamiento de Madrid es un ejemplo de manual: no tiene valor jurídico, no resuelve un problema sanitario, no mejora la vida de nadie. Pero cumple su función simbólica: marcar territorio. Su discurso, disfrazado de preocupación por las mujeres, es en realidad un paternalismo revestido de compasión. La ciencia no avala sus afirmaciones —la OMS, la APA y toda la comunidad médica lo han reiterado—, pero eso es lo de menos: en la política del ruido, la verdad importa menos que la consigna. Dentro de poco escucharemos también aquí los graves riesgos del Paracetamol para las embarazadas, avalado por el famoso Dr. Trump y su laboratorio de ideas estúpidas.
El PP parece empeñado en jugar con fuego y luego llamar a los bomberos. Alimenta las guerras culturales y después lamenta el clima de división que él mismo provoca. Está si que es la estrategia del pirómano arrepentido: provocar la chispa para denunciar el humo. Y lo hace con una frivolidad preocupante, porque no solo erosiona al Gobierno: erosiona la idea misma de política como espacio de razón compartida. No parecen ser conscientes aún de que el modelo Tellado no es garantía alguna electoral.
El Gobierno y la política del reflejo
Pero sería ingenuo pensar que el Gobierno iba a actuar con serenidad institucional. Ante cada provocación simbólica, responde con otra de igual o mayor calibre, en una especie de coreografía previsible donde ambos bandos se retroalimentan.
Blindar el derecho al aborto en la Constitución podría ser un gesto histórico si respondiera a una necesidad jurídica real o a un consenso social maduro. Pero planteado en este contexto, suena más a maniobra de desgaste de la oposición que a política de Estado. El Gobierno reacciona, no actúa; legisla para marcar posición, no para cerrar debates. Su feminismo institucional corre el riesgo de convertirse en un feminismo reactivo, que mide su fuerza por contraste con la provocación ajena.
La propuesta constitucional tiene, desde luego, una base jurídica sólida. La STC 44/2023 ya reconoció el aborto como un derecho fundamental vinculado a la dignidad (art. 10 CE) y a la autonomía personal. Pero de ahí a reformar la Constitución media un paso que exige consenso, no confrontación y una mayoría muy sobrada de la que carece. Si el objetivo es blindar jurídicamente el derecho, la vía es legítima. Si es responder políticamente a Vox y Ayuso, es un error. Porque las constituciones no se reforman para ganar titulares, sino para construir futuro.
España no necesita una Constitución convertida en campo de batalla, ni un Gobierno que se reafirma por oposición. Lo que necesita es serenidad democrática, pedagogía y madurez institucional.
Dos polos, un mismo cansancio
PP y PSOE, cada uno a su modo, se alimentan de esta dialéctica tóxica. Uno abre la herida, el otro la exhibe; uno agita la bandera, el otro la consagra. Ambos creen ganar en el corto plazo, pero ambos pierden en el largo: desgastan la convivencia, trivializan la política y reducen los grandes consensos a un juego de espejo ideológico.
Mientras tanto, los problemas reales —la vivienda, la precariedad, la sanidad, el envejecimiento, la desigualdad, las pensiones— siguen esperando. Y la sociedad, agotada, asiste a una representación cada vez más hueca de la democracia: una política que confunde el conflicto con el pensamiento y la reacción con el gobierno.
El humo y el espejo
El aborto no debería ser el campo de batalla de nadie, sino el terreno donde el Estado demuestra su respeto por la libertad individual y su confianza en la madurez de sus ciudadanos. El derecho a decidir de las mujeres no se impone, se garantiza; y garantizarlo exige menos ruido y más convicción democrática.
El PP debería abandonar su estrategia de incendiar debates que ya estaban resueltos. Y el Gobierno, su impulso de responder a cada chispa con una llamarada. Porque al final, quien alimenta el fuego no puede luego quejarse del humo.
España merece una política que construya certezas, no identidades enfrentadas; que administre derechos, no emociones. Pero para eso habría que volver a la razón, y la razón, en tiempos de guerra cultural, siempre es la primera baja.

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