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Cuando el mundo se derrumba a tu alrededor

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La conspiración, los ocultos planes de una camarilla siniestra como explicación de los fenómenos sociales, es el asidero de los crédulos. La teoría de la conspiración ha sido el recurso habitual de los regímenes despóticos o agonizantes. Explicar fenómenos complejos con la más sencilla de las hipótesis: la mano negra invisible detrás de lo visible. Una hipótesis que no explica nada porque explica demasiado. 

El recurso a la conspiración es muy antiguo, confundiéndose con la idea del chivo expiatorio. En la época medieval, la brujería, las actividades siniestras de los judíos, podían aclarar fenómenos oscuros como el origen de las epidemias o las crisis de subsistencias. La Revolución Francesa ofreció un motivo poderoso para formar las modernas teorías conspirativas. Un acontecimiento tan grande y tan terrible no podía ser fruto de la casualidad o de las fuerzas impersonales de la historia. Detrás de los sucesos revolucionarios se encontraban las maquinaciones de filósofos y masones, según el abate Barruel, en su Memoria para servir a la historia del jacobinismo (1827). Los judíos siguieron siendo, a pesar de todo, protagonistas de imaginarias maquinaciones hasta la edad contemporánea: Recordemos los célebres Protocolos de los Sabios de Sión, atribuidos a un cónclave de israelitas pero fabricados en realidad por la policía zarista. La mentalidad de ciertos publicistas paranoicos atribuyó a los judíos y los masones, a su infiltración insidiosa, las desventuras de la guerra civil española. Franco anduvo obsesionado con el “contubernio” de judíos y masones hasta hasta el final de su vida, en su último discurso, se empeñó en advertir que “todo obedece a una conspiración masónica izquierdista de la clase política en contubernio con la subversión terrorista comunista en lo social”. En el bando opuesto, fueron los sacerdotes el objetivo de las iras de la multitud. El estalinismo acudió con frecuencia a este tipo de relatos. Los fallos, las errores de la planificación socialista fueron atribuidas al espionaje del extranjero, a la acción de agentes trotskistas, bujarinistas o zinovievistas. En el bando opuesto, a finales de los años cuarenta, América conoció el fenómeno del maccarthysmo, una época siniestra de la obsesión anticomunista; una época de populismo y paranoia cuyo moderno heredero es el presidente Trump, en que los emigrantes ocupan el lugar de los comunistas.

Nunca ha dejado la tesis de la conspiración de acechar a los espíritus simples. En los años setenta del siglo XX fue moda entre izquierda española señalar a la CIA como responsable de todas las crisis y alteraciones políticas del mundo. Así se orillaban a los factores internos, mucho más decisivos, como en el caso chileno, que el intervencionismo externo.  Las tesis sobre las fuerzas ocultas del terror islamista acompañaron a las investigaciones sobre los atentados del 11M. Todavía hay gente que está convencida de la intervención a distancia de la ETA, incluso del PSOE, principal beneficiario de los acontecimientos. La conspiración es el atajo de los ignorantes, el remedio de los perezosos y, en ocasiones, el refugio de los tontos. Recientemente la fundación Neos, presidida por el señor Mayor Oreja, ex ministro del PP, ha alertado sobre el “proceso de descomposición política, institucional y social sin precedentes” en España. Sigo citando: “Un proceso no improvisado, sino planificado, sostenido y acelerado por el Gobierno del Frente Popular desde 2018”. Una línea que amenaza con liquidar el régimen constitucional de 1978, desarticular el Estado y desfigurar la nación. Asombroso. Aquí la conspiración apenas se oculta; tiene actores visibles, los Zapateros y los Sánchez en plan de agentes maléficos; estableciéndose un paralelismo entre los acontecimientos políticos que precedieron a la guerra civil -el Frente Popular- y los actuales. ¿Pero no decían que no había precedentes? El triunfo del Frente Popular, en febrero de 1936, fue acompañado por una violencia política desatada; violencia que contrasta con el comportamiento pacífico en la España actual. La polarización no se dirime a tiros, por fortuna. Una exageración, una estupidez, una inepcia la de llamar Frente Popular a ese montón -así denominaba Antonio Maura a los efímeros gobiernos de la Restauración declinante-, a ese aglomerado que forman los partidos que sostienen al gobierno en España. 

La tesis de la conspiración ha rebrotado en la zona izquierda de la política. Ya tuvimos un anticipo en los últimos años del gobierno socialista de Felipe González.   Se publicaron libros con ese título, La conspiración, que argumentaban como un grupo de periodistas, juristas y financieros conspiraban para terminar con la figura política de Felipe González, en primer término, y conseguir la abdicación del Rey. Dando, acaso, un alcance exagerado a determinados conciliábulos que existieron en realidad. Han regresado ahora las mismas obsesiones, solo que envueltas en un vocabulario nuevo como lawfare. La conspiración renovada tendría como centro “la derecha” y abarcaría a los jueces prevaricadores, medios de comunicación –“la máquina del fango”-. empresarios y una extrema derecha apenas distinguible de la derecha liberal, convertida en mito demoniaco; un mito que tiene como figura emblemática a la presidenta de la Comunidad de Madrid, la señora Ayuso, figura imprescindible en la demonología izquierdista, objeto de todos los desprecios, de todos los insultos. Los más audaces de los “conspiranoicos”, como suele decirse, se han atrevido estos días a sugerir la acción planificada el agentes dedicados a sabotear las comunicaciones ferroviarias y las estaciones eléctricas, con el fin de crear el clima adecuado para derribar al gobierno de Pedro Sánchez.

La tesis de la conspiración no suele tener un fundamento racional. No existe sino en las cabezas de algunos derechistas tirando a reaccionarios, o bien de los obcecados defensores de un gobierno asediado. Tengo observado que hay gente inteligente que no es inmune a estas patrañas. El caso es que las desdichas que ahora sufre el gobierno actual estaban prefiguradas en su formación inicial. Una coalición negativa, sin un programa común, con fines distintos y hasta antagónicos. Un partido convertido en dócil instrumento de las ambiciones del líder, sin voces discrepantes que pudieran moderar o corregir los desatinos del jefe. Un parlamento degenerado en mera cámara de resonancia presidencial y presidido por un marmolillo balear. Un presidente con una idea patrimonial del Estado, que le ha llevado colocar a sus parciales, uno tras otro, al frente de instituciones complejas, recompensando la derrota y la ignorancia, anteponiendo la fidelidad canina a todo lo demás, sin atender a la calidad y competencia. ¿Cómo extrañarse de que falle la luz y los trenes se paren? ¿Por qué asombrarse del desapego de una mayoría de jueces después de sufrir el desprecio del poder presidencial, saltándose a la torera y enmendando a la brava las sentencias de los tribunales? ¿Cómo escandalizarse de la hostilidad de muchos empresarios -denostados, caricaturizados como “los de arriba”- a los que no se consulta en temas importantes como la duración de la jornada laboral? ¿Qué decir de los amagos de intervenir el mercado, subordinándolo a la conveniencia política?

La fortuna es tornadiza. Antiguamente se la representaba mediante una alegoría, una especie de ruleta que significaba el azar, la buena o mala suerte, porque la fortuna, contra lo que suele creerse, no siempre es afortunada y puede ser buena o mala. En otras representaciones aparecía con los ojos vendados, como la Justicia, llevando en la mano una cornucopia depositaria de los bienes a repartir. La veleidosa fortuna se muestra cada vez más hostil al gobierno en plaza. Se conocen casos de elefantes que se mantienen en pie después de muertos. Esa podría ser una metáfora aplicable al gobierno de Pedro Sánchez. 

Que España funcione”, modesto lema que usó en su momento Felipe González, en los inicios de su largo mandato. Que se haga la luz al pulsar el interruptor; que los trenes lleguen a su hora; que los dirigentes que han errado gravemente, al estilo de Mazón o de Corredor, tomen el camino de la dimisión; que rija en todos los ámbitos el principio de competencia; que se acabe con el enchufismo descarado, que se defienda a la democracia agobiada por populismos de izquierda y derecha y – ¿por qué no? – que se promueva el amor a la patria, la existencia de una ciudadanía común, sin estridencias nacionalistas: la unidad puede ser un valor tan estimable o más que la diferencia. Con eso algunos nos daríamos por satisfechos.

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