viernes 12 diciembre, 2025

Transformar las universidades para transformar el mundo

Recuperar la esperanza en la Universidad

El artículo “La transformación necesaria” de Alfonso González Hermoso de Mendoza analiza el papel esencial y los retos de la universidad en una sociedad democrática del siglo XXI. El autor sostiene que la universidad es una institución en transformación permanente cuya misión fundamental es transformar el mundo transformándose a sí misma. Esta doble exigencia implica, por un lado, que las universidades contribuyan a resolver problemas globales complejos y, por otro, que revisen sus propias estructuras, modelos de gestión y relación con la sociedad para responder eficazmente a estas demandas. La autonomía universitaria y la libertad académica son presentadas como condiciones indispensables para la existencia de la universidad. El autor recoge la desproporción entre la relevancia social de la universidad y su posición en la organización política y económica del Estado, así como la tendencia hacia la mercantilización y privatización de la educación superior, que amenaza su misión del bien común.

El autor propone que la transformación universitaria debe ser pausada y reflexiva, permitiendo rescatar el espíritu crítico y creativo, y formar ciudadanos capaces de enfrentar los retos complejos de nuestro tiempo. Esta transformación solo será posible mediante la implicación de los gobiernos, la sociedad civil y la propia comunidad universitaria, en un equilibrio dinámico entre autonomía y bien común. En suma, el futuro de la universidad dependerá de su capacidad para escuchar, dialogar y construir soluciones equitativas e inclusivas, reafirmando su papel como espacio libre de conocimiento y laboratorio social al servicio de la democracia y la convivencia.
El autor propone que la transformación universitaria debe ser pausada y reflexiva, permitiendo rescatar el espíritu crítico y creativo, y formar ciudadanos capaces de enfrentar los retos complejos de nuestro tiempo. Esta transformación solo será posible mediante la implicación de los gobiernos, la sociedad civil y la propia comunidad universitaria, en un equilibrio dinámico entre autonomía y bien común. En suma, el futuro de la universidad dependerá de su capacidad para escuchar, dialogar y construir soluciones equitativas e inclusivas, reafirmando su papel como espacio libre de conocimiento y laboratorio social al servicio de la democracia y la convivencia.

Alfonso González Hermoso sw Mendoza


“Esperanzarse es mostrarse capaz de anticipar lo por venir y comenzar, desde ya, a transformar nuestras condiciones actuales de vida” Antonio Lafuent

Podemos afirmar, con el rector de la Universidad Complutense de Madrid, Gustavo Villapalos, que “las universidades viven de su crisis”. Una universidad complaciente con sus logros, que renuncie a incomodar a los poderes económicos o políticos, que se limite a adaptarse a su entorno y renuncie a una relación recursiva con las comunidades que la acogen para contribuir a su mejora, es, en realidad, una universidad muerta, universidad sólo de nombre.

Las universidades son instituciones en transformación permanente porque su razón de ser proviene precisamente de la tarea excepcional que se les encomienda: transformar el mundo transformándose a sí mismas. Por un lado, se espera de ellas que contribuyan a resolver los grandes retos contemporáneos —el cambio climático, la desigualdad, las migraciones, la salud—; por otro, deben transformarse internamente para estar a la altura de esas exigencias, revisando sus estructuras, sus modelos de gestión y su relación con la sociedad.

Esta doble transformación debe partir del atributo que les es propio y diferenciador: la libertad académica, garantizada por su capacidad de autogobierno. Una autonomía que sabemos se tiene que construir en diálogo constante con las presiones de los mercados, los intereses corporativos, las reclamaciones de los activistas, las imposiciones partidistas y, de manera especial, con la regulación y financiación de las administraciones de tutela.

Es evidente la enorme desproporción entre la relevancia que las universidades tienen para una sociedad democrática y su posición en la organización política del Estado, así como los limitados recursos de todo tipo de los que disponen. Su poder no reside en el dominio económico ni en la influencia política, sino en su capacidad para crear conocimiento abierto, educar a las personas, comprometerse con las demandas sociales y generar confianza. Estas son las fortalezas desde las que deben construir su ejemplaridad ante la sociedad.

Pocas veces se han reflejado mejor estas ideas que en las palabras de George Steiner en sus memorias, Errata, donde afirma: «Las universidades son, desde su instauración en Bolonia, Salerno o el París medieval, bestias frágiles, aunque tenaces. Su lugar en el cuerpo político, en las estructuras de poder ideológicas y fiscales de la comunidad circundante, nunca ha estado exento de ambigüedades. Están sometidas en todo momento a tensiones fundamentales». La grandeza de las universidades proviene precisamente de ser esas “bestias frágiles y tenaces”, siempre sujetas a “tensiones fundamentales”.

Tensiones fundamentales 

Las universidades están condenadas a vivir en una doble tensión: por un lado, convivir con la tentación —cuando no la intención— del poder político y económico de mitigar, controlar o incluso destruir su voz; por otro, resistir la deriva de entender el autogobierno como una vía para atender intereses corporativos o satisfacer las necesidades personales y profesionales de sus profesores.

En el mundo actual, globalizado y privatizado, ser libre siendo frágil y vivir en crisis permanente —en definitiva, ser universidad— solo es posible desde una profunda imbricación de sus actividades con las esperanzas de las comunidades a las que pertenecen. Priorizar la escucha, articular las demandas de sus entornos, impulsar la creación de conocimiento junto a estudiantes y afectados, y tejer redes robustas y recíprocas con otras instituciones libres de conocimiento son las claves para la transformación posible de las universidades. Un cambio cultural que debe dirigirse hacia el único propósito que, en el siglo XXI, da sentido y viabilidad a la universidad: procurar el bien común global.

La expansión del negocio de la educación superior, la industrialización de la ciencia, los costos de atender las disrupciones tecnológicas en la enseñanza, la mercantilización de las relaciones de aprendizaje o la irrupción de ideologías iliberales y la guerra cultural hacen imprescindible, para las sociedades democráticas, disponer de espacios libres para el conocimiento. Espacios de cocreación, autónomos, no sometidos ni al poder económico ni a las tentaciones autoritarias de los gobiernos. Verdaderos laboratorios sociales, capaces de ofrecer datos honestos y hechos fiables sobre los que fundamentar las decisiones de gobierno y articular el debate público. Asimismo, centros que garanticen el derecho a la educación a lo largo de toda la vida. Las universidades del siglo XXI son una extensión necesaria del Estado social y democrático de derecho.

Conviene destacar, porque a menudo se olvida, que las universidades han construido históricamente su identidad reafirmando su propósito de transformar el mundo. Así lo reflejan los lemas que han elegido para ser reconocidas, en los que, por encima de cualquier otro atributo, reivindican su condición de espacios de libertad y conocimiento. “Libertas perfundet omnia luce” (“La libertad ilumina todas las cosas con su luz”) proclaman tanto la Universidad Complutense como la Universidad de Barcelona, mientras que la Universidad de Salamanca declara con contundencia: “Scientia est potentia” (“El conocimiento es poder”).

Ahora más que nunca

Posiblemente nunca como ahora ha sido tan determinante para las sociedades democráticas disponer de una mirada limpia y compartida desde el conocimiento, como la que garantiza la libertad académica que da sentido a las universidades. Sin esta libertad, es imposible defender el bien común ni cuestionar un futuro presentado como inevitable e irreversible, aunque sea inhumano e insostenible, fruto de la avidez de poder y lucro ilimitado de unos pocos. Del mismo modo, necesitamos a las universidades para desenmascarar las falsedades intencionadas que buscan polarizar, promover la venganza de los excluidos y corroer la convivencia, legitimando la superstición y amparando el capricho de los plutócratas que se erigen en intérpretes del determinismo tecnológico.

En palabras de Meghan O’Rourke, profesora de la Universidad de Yale, en su célebre artículo en The New York Times sobre las presiones a las universidades del gobierno de EE.UU. UU., “lo que se está cuestionando es algo más profundo: la capacidad de las instituciones para mantener las libertades que constituyen la base de nuestra democracia”.

En la situación actual, sólo desde una ignorancia inexcusable o desde la defensa de privilegios inconfesables puede mantenerse la soberbia académica y las jerarquías globales que sirvieron de fundamento a un pasado que se resiste a desaparecer. Estas actitudes son alentadas internamente, tanto por el confort de los equipos de gobierno como por la promoción del individualismo entre el profesorado, lo que irremediablemente conduce a la falta de compromiso con un proyecto compartido. Externamente, son impulsadas por comportamientos extractivistas de las administraciones y de diversos grupos de interés. Resulta llamativo que estos paradigmas, que prometían grandes beneficios económicos para las universidades y riqueza para los territorios, hayan desembocado en una situación generalizada de quiebra económica y en una creciente deslegitimación social.

Bien privado frente a bien común

Con independencia de su titularidad pública o privada —una realidad condicionada por la cultura propia de cada sistema universitario—, el actual escenario político y económico tiende a limitar los espacios de actuación de las instituciones universitarias, conduciéndolas, de manera consciente, hacia la irrelevancia. En este contexto de deterioro —si no consentido, sí al menos resignado— de la libertad académica, suele ignorarse que el verdadero debate sobre la privatización de las universidades no reside en su titularidad, sino en el propósito que persiguen: si este responde al beneficio exclusivo de unos pocos o al bien común, y si cuentan con un marco de autonomía real para hacerlo posible o, por el contrario, su actividad se rige por criterios de rentabilidad económica o de autoritarismo ideológico.

Resulta difícil encontrar otro propósito viable que justifique y dé continuidad a las universidades en el siglo XXI —tal como las hemos concebido en la cultura occidental— que no sea el de contribuir a la construcción del bien común global. En definitiva, su razón de ser radica en la materialización de los derechos humanos inherentes a la dignidad de la persona y en garantizar el compromiso de las generaciones presentes con las futuras.

La falta de iniciativa de los equipos de gobierno, el conformismo individualista del profesorado, la transacción interesada con los títulos por parte de los estudiantes, el desapego de los grupos de interés y la incompetencia —confundida no pocas veces con ideología— de las administraciones públicas, han terminado por silenciar el debate sobre el propósito de las universidades o, en su defecto, por reconducirlo a términos de enfrentamiento partidista o a titulares periodísticos provocadores. Ante la ausencia de liderazgo político y académico —cuando no frente a su manipulación cortoplacista—, asumir pasivamente la inercia actual en la evolución de las universidades compromete seriamente su futuro y, con él, el de la democracia.

Un nuevo pacto con la sociedad

La revisión del propósito que encarna la universidad ya fue advertida por la UNESCO en la «Declaración Mundial sobre la Educación Superior en el siglo XXI» (1998), donde se explicitaba «la necesidad de una nueva visión y un nuevo modelo de la educación superior». De igual modo, no resulta casual que, en su informe de 2021, «Reimaginar juntos nuestros futuros», la UNESCO enfatizara que el liderazgo de las universidades exige la construcción de un nuevo pacto con la sociedad: un nuevo marco de relación con las comunidades que las acogen, basado en el bien común global y en la asunción de su papel como co-creadoras de los objetivos y respuestas que demanda la sociedad.

Del mismo modo, el informe de la Asociación de Universidades Europeas«Universidades sin muros – Una visión para 2030», subraya también la necesidad de articular ese “nuevo pacto” entre universidades y sociedad, cimentado en la transparencia, la evaluación compartida y la comunicación efectiva de sus logros y desafíos.

Este cambio cultural y el pacto con la sociedad exigen un mayor rigor y una responsabilidad más estricta en la forma en que las universidades se presentan y rinden cuentas. Cualquier transformación que se pretenda impulsar debe sustentarse en una comunicación transparente y bidireccional con la sociedad, y especialmente con las administraciones responsables de su regulación y financiación.

No podemos perder de vista que la crisis de confianza que atraviesan las universidades, especialmente las públicas, responde tanto a factores externos —como la presión del mercado o la sobreregulación— como a carencias internas, entre ellas la falta de transparencia y la limitada capacidad para comunicar de manera efectiva su verdadero impacto social.

Una universidad orientada hacia el bien común global debe ser capaz de medir y compartir su impacto territorial, sus aportaciones a la sostenibilidad y la responsabilidad ambiental, su promoción de la diversidad epistémica y curricular, su apoyo a la equidad, la inclusión y el bienestar, así como a la salud mental de su comunidad, su ejemplaridad institucional y cultura ética, su contribución a la coproducción de conocimiento y su impacto económico.

Esta nueva forma de rendir cuentas conduce inevitablemente a la necesidad de articular nuevos indicadores que midan la actividad universitaria. La viabilidad de la transformación dependerá de que dichos indicadores —que servirán tanto para constatar la adecuada asignación de los recursos públicos como para evaluar el uso que hagan las universidades, públicas y privadas, del privilegio de su autonomía— se definan a través de un diálogo pausado y constructivo entre todos los actores implicados. Solo así la evaluación y el seguimiento de la actividad universitaria podrán ser consensuados, transparentes y dotados de la máxima legitimidad, permitiendo a las universidades rendir cuentas de su verdadero impacto social y reforzar la confianza pública en su misión educativa y transformadora.

Un diálogo pausado 

Nada más lejos de la misión universitaria que el irresponsable eslogan con el que se identificó Facebook en sus inicios, y que sigue inspirando a muchos emprendedores, «Move fast and break things» (en español: «Muévete rápido y rompe cosas»). Cuando pedimos un diálogo pausado, tenemos que tener en cuenta que la lentitud no es sinónimo de pasividad, sino de una pausa activa que permite discernir el mundo que queremos construir y legar a las futuras generaciones. En este contexto, la transformación de la universidad sólo puede hacerse de manera pausada, no solo por respeto a su historia y complejidad institucional, sino porque sólo así puede cumplir su función crítica en la sociedad.

Como señala Antonio Lafuente, investigador del CSIC, «Ralentizar los procesos universitarios es una forma de repolitizar la vida ordinaria y de tomar en serio los signos de crisis que atraviesan nuestro tiempo. La universidad, como espacio de saber, debe resistir la tentación de cambiar al ritmo que dictan los intereses externos y, en cambio, apostar por una transformación reflexiva, situada y responsable».

La lentitud universitaria permite rescatar el espíritu crítico y poético, fomentando tanto la capacidad de hacer buenas preguntas como la creatividad para imaginar mundos posibles. Solo una universidad que se toma el tiempo de aprender de los errores, de valorar los detalles, los matices y lo local, puede formar ciudadanos capaces de enfrentar los problemas crónicos y complejos de nuestro tiempo, como la desigualdad, la degradación ambiental o las migraciones.

Por último, una transformación pausada es la única vía para que la universidad no se limite a reaccionar ante los cambios sociales. Al ralentizar, la universidad se convierte en un espacio de encuentro y experimentación, donde la colaboración y la diversidad de saberes permiten construir soluciones verdaderamente inclusivas y horizontales. En suma, transformar la universidad de manera pausada no es un freno al cambio, sino la condición necesaria para que ese cambio sea significativo, justo y sostenible, tanto dentro de la institución como en la sociedad a la que sirve.

Autonomía universitaria y bien común global

La transformación que enfrentan las universidades es imposible de acometer sin el acuerdo con los gobiernos que las regulan y financian, y, por supuesto, sin la implicación directa de la sociedad civil que las acoge. En última instancia, el futuro de las universidades no les pertenece en exclusiva: deberán luchar por él junto al resto de la sociedad, pues, nos guste o no, acabarán ocupando el lugar que los poderes públicos les asignen. 

Las universidades no pueden transformarse solas, apoyándose únicamente en sus recursos e inercias corporativas. Sin un compromiso claro de los poderes públicos, que establezcan un propósito para ellas y reconozcan su relevancia, cualquier transformación será inviable. Como recordaba Robert M. Hutchins, rector de la Universidad de Chicago, en su libro La universidad de Utopía: «Un sistema educativo es un medio para lograr los ideales de una nación. La decisión sobre los ideales la toma el país, no el sistema educativo».

Posiblemente, la forma más cruel —y también la más frecuente— de amenazar a la educación superior desde los poderes públicos sea ignorar a las universidades, dejándolas inermes en su desamparo. Frente a esta actitud, el silencio de los responsables universitarios los convierte en cómplices necesarios en un deterioro cada vez más difícil de revertir. 

Sin duda, transformar las universidades exige imaginar y articular un nuevo equilibrio entre autonomía y bien común global. El desafío consiste en escuchar y dialogar antes de convencer y argumentar, para construir, en relación con el entorno de cada institución, un equilibrio dinámico que refleje la búsqueda del bien común global. Como señala de forma contundente Wendy Brown, investigadora del Institute for Advanced Study de Princeton, las universidades deben estar «orientadas por los gritos del mundo, sus peligros y sus necesidades».

Por último, cuando hablamos de transformación en el ámbito universitario, no nos referimos simplemente a la evolución de una institución concreta, sino a la transformación de todo un sistema. El verdadero significado y relevancia de la universidad emergen únicamente de la interacción y el diálogo constante entre ellas.

Es en la existencia de una comunidad académica global —tejida a través del intercambio de ideas, la colaboración en la investigación y el reconocimiento mutuo— donde la autonomía de cada universidad y la libertad académica encuentran su auténtica razón de ser. Por eso, transformar la universidad implica necesariamente articular un proyecto lo más global posible, pues, sin ese entramado colectivo, la autonomía universitaria se vacía de contenido y la libertad académica pierde su fundamento.

Conclusión

El cambio cultural que las universidades necesitan en el siglo XXI pasa necesariamente por romper las inercias actuales, fruto de políticas silentes impuestas en las últimas cuatro décadas y aceptadas sin una contestación significativa. Este camino ha conducido a las instituciones universitarias hacia la inviabilidad o la irrelevancia. De mantenerse estas tendencias, el futuro de las universidades quedaría reducido a un papel meramente instrumental, subordinado a los intereses de los mercados y a las presiones de ideologías autoritarias. Una dirección que, lejos de propiciar la transformación necesaria, parece encaminarlas hacia su propia destrucción.

Se consolidaría así un modelo de universidad que concibe a sus estudiantes como clientes, con derecho a la contraprestación de un título, y a la educación como un mero proceso de capacitación profesional. Universidades donde el profesorado se centra casi exclusivamente en la producción de artículos científicos orientados a justificar sus trayectorias profesionales. Universidades hackeadas por el gerencialismo, que asumen con naturalidad su condición de chivo expiatorio ante las inconsistencias del mercado. Universidades vulneradas en sus principios por procesos lucrativos de digitalización y automatización del aprendizaje, en una carrera estéril hacia la eficiencia que no hace sino profundizar la segregación social. Instituciones así, difícilmente, merecen ser llamadas universidades.

No hay atajos posibles. Tampoco parece haber alternativa distinta a que los propios universitarios —contradiciendo quizá las palabras del maestro de la Universidad de Chicago, John Dewey, quien a principios del siglo XX afirmaba que «reformar la universidad es como reformar los cementerios: no puedes contar con los de dentro»— asuman, conscientes de los signos de fatiga del modelo actual, la responsabilidad de impulsar y liderar el complejo debate público que conduzca a una verdadera transformación orientada a reforzar su contribución al bien común global.

Durante los últimos doscientos años, las universidades han sido una fuente de esperanza para nuestras sociedades, y deben seguir siéndolo. Los universitarios deben recordar que, sin esperanza, la universidad se diluye y pierde su razón de ser.


 «Hablemos de las universidades» 

Este artículo forma parte del libro colectivo «Geopolítica de la educación superior» publicado por Libros de la Catarata en septiembre de 2025.
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