El 14 de marzo de 2020, España decretó el Estado de Alarma para combatir el coronavirus, una medida excepcional que marcó el inicio de una de las crisis sanitarias, sociales y políticas más profundas de la historia reciente. Lo que en principio debía ser una respuesta unificada a un problema global se convirtió pronto en un nuevo campo de batalla política.
La pandemia sirve como prototipo de las guerras culturales contemporáneas, al politizar lo no politizable y evidenciar modelos de poder en las democracias actuales, menos diferenciados de lo que algunos creen.
Byung-Chul Han, en sus reflexiones sobre la psicopolítica, describe cómo, en la era digital, el poder se ejerce mediante la gestión de la información y la manipulación emocional de las masas. La pandemia fue el escenario perfecto para esta dinámica: cada gobierno y actor político intentó controlar el relato, utilizando la crisis como herramienta para consolidar su posición y debilitar a sus adversarios.
A nivel global se evidenciaron claros ejemplos de esta instrumentalización: en Estados Unidos, la pugna entre Donald Trump y Anthony Fauci reflejó la tensión entre política y ciencia; en Brasil, Jair Bolsonaro negó la gravedad de la pandemia; y en el Reino Unido, Boris Johnson osciló entre un laissez-faire inicial y restricciones severas, según el clima político. En todos estos casos, la gestión sanitaria fue absorbida por la dinámica de las guerras culturales.
La era digital ha transformado la forma en que se produce y consume la información, creando un escenario ideal para la lucha por el relato oficial. No se trata solo de manipulación emocional (Byung-Chul Han, Psicopolítica, 2014), sino de un entramado complejo en el que la crisis sanitaria se convirtió en caldo de cultivo para la confrontación entre ciencia y política, llevando a negar lo evidente. En La sociedad del cansancio (2010), Han advertía que la sobreexposición a la información y el agotamiento cultural favorecen discursos simplistas. Durante la pandemia, esto se tradujo en la instrumentalización tanto de la ciencia como de narrativas carentes de rigor; se buscó proyectar una imagen de infalibilidad científica para generar confianza, mientras se desvirtuaban datos y se minimizaba el riesgo para favorecer agendas políticas.
La ciencia, base de la evidencia, fue sometida a un debate en el que lo emocional y lo estratégico pesaron más que los datos objetivos. La negación rotunda de la gravedad del virus por diversos dirigentes, y la oscilación en las medidas de contención, reflejaron la necesidad de mantener una imagen de liderazgo incluso militarizando la respuesta, lo que llevó a tergiversar la realidad científica.
Esta instrumentalización no es nueva. Históricamente, en conflictos tan dispares como la Guerra Fría o en debates sobre el cambio climático, se ha observado que el control del relato es un pilar del poder político. En estos contextos, la ciencia se pone al servicio de intereses ideológicos o económicos, mientras que la “no ciencia” –manifestada en teorías conspirativas o discursos populistas– se utiliza para deslegitimar el conocimiento riguroso.
La exigencia de visibilidad y la exposición constante de los políticos han llevado a una homogeneización del discurso, relegando las voces disidentes en favor de una narrativa única y oficial. Durante la pandemia, esta dinámica redujo la pluralidad de opiniones, y el relato se convirtió en una mercancía política en la que no solo importaba lo que se decía, sino quién tenía el poder de decirlo. La pérdida de espacios de debate auténtico, la polarización y el rechazo a lo diferente impiden conversaciones enriquecedoras, evidenciándose en la “crisis de la narración” cuando la lucha por controlar la narrativa sustituye el debate sobre medidas de salud pública.
Los políticos combinaron la multiplicidad de información (digitalizada y de fácil acceso) con la concentración del poder narrativo en la dirección deseada, produciendo mensajes simplificados y emocionalmente cargados, mientras las investigaciones científicas, más matizadas y complejas, quedaban relegadas ante la inmediatez del discurso.
La pandemia, al poner en juego la salud pública, se convirtió en un escenario en el que la confrontación entre la evidencia científica y el discurso político fue inevitable, demostrando que el relato –ya sea basado en datos o manipulaciones– es uno de los campos de batalla más estratégicos de nuestro tiempo. El miedo y la incertidumbre permitieron a los gobiernos aplicar medidas de control –desde el uso de aplicaciones de rastreo hasta la limitación de derechos fundamentales–, transformando la emergencia sanitaria en una batalla emocional y simbólica para legitimar medidas excepcionales.
Es pertinente recordar la obra de Michel Foucault, quien introdujo el concepto de biopoder en sus estudios sobre el control social. Foucault argumentaba que, en las sociedades modernas, el poder no solo se ejerce a través de la represión, sino que produce modos de conocimiento que configuran la realidad social. Como señaló en Historia de la Sexualidad (1976): “El poder no se ejerce únicamente a través de la represión, sino que produce formas de conocimiento y verdad que configuran la realidad social.” Así, el miedo se utiliza para normalizar restricciones y concentrar el poder, manifestando cómo la comunicación de crisis moldea la percepción colectiva y difumina la frontera entre seguridad y opresión.
Los medios fueron actores fundamentales en la consolidación de la polarización pandémica durante este tiempo, actuando no solo como transmisores de información, sino como configuradores de la percepción pública. Su cobertura se centró en la confrontación, amplificando discursos extremos y relegando los matices y el debate científico a un segundo plano. La construcción del consentimiento –según Chomsky (1988)– muestra que los medios tienen la capacidad de convertir la realidad en un producto, manipulando la información para moldear la opinión pública y priorizando narrativas sensacionalistas sobre análisis técnicos.
Existe el riesgo de que el entretenimiento y el sensacionalismo trivialicen todos los asuntos públicos importantes, fragmentando el debate público en eventos mediáticos cargados emocionalmente. Esto se evidenció, especialmente, durante la crisis sanitaria y en sucesos graves recientes que se han ido produciendo. Los medios determinan cada vez más cuáles temas son prioritarios y la orientación de los mismos para la sociedad. En el contexto pandémico, se concentraron excesivamente en aspectos como el número de contagios o muertes, mientras se dejaban de lado debates sobre la eficacia de las medidas de contención o las implicaciones éticas de ciertas políticas. Algunos medios difundieron mensajes de negación sobre la gravedad del virus, mientras otros intensificaron la crítica al manejo gubernamental, generando caldo de cultivo para teorías conspirativas y desinformación; hoy, la inversión en armamento se prioriza, relegando otros debates como las salidas de acuerdo y paz a un segundo plano, por ejemplo.
El hecho de que una pandemia, un fenómeno biológico que afecta a todos sin distinción ideológica, haya sido politizada hasta este extremo demuestra la radicalización del discurso político actual y las pocas esperanzas de solución. La batalla cultural en torno al COVID‑19 no solo distorsionó la gestión de la crisis, sino que dejó una sociedad más dividida, desconfiada y vulnerable a futuras manipulaciones. La pandemia nos corroboró, algo que ya sabíamos, que la información es hoy el campo de batalla más importante en la lucha por el poder. Trump nos lo está demostrando.
4 comentarios
Excelente artículo.
Gracias
Enhorabuena por el valor de hacer algo que aporte.
Se os desea salud y éxito.
Muchas Gracias