Por Javier Quintero, (@DrJQuintero)
Si algo debiéramos aprender de la eliminación del Real Madrid en los cuartos de final de la Champions League esta temporada, más allá del ruido mediático y del análisis táctico llevado a cabo por cada entrenador que todo español lleva dentro, sería una poderosa lección de vida: el talento, por sí solo, ya no basta. El club blanco es sinónimo de épica, de remontadas imposibles y noches mágicas que parecen escritas por un guionista de Hollywood. El Santiago Bernabéu se convierte en un escenario donde el talento explota bajo la presión que supone un marcador adverso. Pero también donde la actitud marca la diferencia entre la gloria y el fracaso, empujados por ese “¡hasta el final, vamos Real!”. Esta vez, sin embargo, la ecuación se quedó incompleta. No se puede negar que no hubiera talento entre los jugadores blancos, eso es un hecho.
En la cultura contemporánea se ha sobrevalorado el talento. Nos fascina la facilidad con la que algunos hacen lo que a otros les cuesta sangre, sudor y no pocas veces, lágrimas. Veneramos a esos genios como si fueran deidades. Seres privilegiados, que exentos del esfuerzo, disciplina o duda, logran metas inalcanzables para el común de los mortales. Pero esa visión romántica y mediática, no resiste la prueba de la realidad. Y mucho menos cuando hablamos de la alta competición.
Frente al Arsenal, el Real Madrid mostró destellos de calidad, con el campo repleto de figuras capaces de desequilibrar un partido, careció de algo. Faltó lo esencial: hambre y sed de victoria, esa que nace de una actitud ganadora y de un compromiso que no se negocia, ni mucho menos se escatima.
En otras noches europeas del Bernabéu, el marcador desfavorable era solo el inicio del espectáculo. Ejemplos como Ronaldo, Butragueño o Benzema, cuya mezcla de talento y actitud, transformaban cada balón en una amenaza para el contrario. Incluso jugadores menos talentosos de los de hoy como Joselu, se vestían de héroes porque su mentalidad los hacía gigantes y veían cada partido como una oportunidad para la eternidad. No nos engañemos, la diferencia está en la actitud. Poseídos, o no, por el espíritu del “7” eterno, encendían ese fuego interno que hace que un jugador, o cualquier persona, no se conforme, no se rinda, no se esconda. Que cuando el escenario se pone oscuro, brillan con más fuerza.
El talento sin pasión es como un Ferrari sin dirección. Puedes tener la máquina más potente, pero si no sabes cómo sacarle partido a la máquina, estás condenado a la mediocridad. De nuevo el fútbol nos da una lección de vida, no gana el que tiene mejores jugadores, sino el que es capaz de sumarles una táctica y multiplicarlo por la actitud.
Esta lección no es solo para futbolistas. Es para cualquiera que aspire a tener éxito en la vida, sea cual sea su campo. El talento abre puertas, pero necesitarás una estrategia y altas dosis de actitud, y claro un poco de suerte, pero esa suerte entendida, como el momento cuando la preparación, coincide con la oportunidad.
Cuántas veces hemos visto jóvenes deportistas talentosos que se apagan por falta de constancia. O emprendedores geniales que fracasan por no saber adaptarse. O estudiantes brillantes que se estancan porque nunca aprendieron a esforzarse. En cambio, aquellos con determinación, con ética de trabajo, con una mentalidad de crecimiento constante, son los que resisten, evolucionan y multiplican sus posibilidades de triunfar.
Lo más inspirador es que la actitud, a diferencia del talento, sí se puede entrenar. No todos nacen con el don, pero todos podemos elegir luchar, prepararse y mejorar. Y ese es el camino que convierte a una persona ordinaria en alguien extraordinario.
No es menos cierto, que no se puede ganar siempre, pero si se puede ofrecer la mejor versión, sobre todo cuando se aspira a el más alto. Cada jugador, o cada persona, ha de entender que el éxito no es un regalo para los talentosos, sino una conquista para los determinados. Porque en la vida, como en el fútbol, ganan los que no solo juegan bien… sino los que nunca dejan de luchar.
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