De Bretton Woods a la guerra comercial: paralelismos históricos entre Nixon y Trump (I)

Tanto Nixon como Trump afrontaron el dilema fundamental de toda potencia hegemónica: cómo mantener un orden global favorable a sus intereses cuando los recursos internos no alcanzan para sostenerlo.
un dolar
En la historia contemporánea de Estados Unidos, ciertos patrones se repiten con una persistencia que resulta reveladora. Dos momentos, separados por más de medio siglo, ilustran cómo la presión derivada de conflictos militares prolongados y costosos puede precipitar giros abruptos en la política económica estadounidense.

El “shock de Nixon” de 1971 y el giro proteccionista de la Administración Trump reflejan reacciones paralelas a contextos de expansionismo militar y fiscal, y crisis estructurales y sociales internas. Ambos episodios revelan la forma en que el poder hegemónico intenta preservar su primacía mediante ajustes tácticos y reconfiguraciones estratégicas, muchas veces unilaterales.

El “Nixon Shock”: una ruptura del orden monetario de posguerra

Desde la Conferencia de Bretton Woods en 1944, el orden económico internacional había girado en torno a un sistema de tipos de cambio fijos anclados al dólar, el cual era convertible en oro a una tasa de 35 dólares por onza. Este sistema, diseñado para evitar la inestabilidad monetaria de entreguerras y promover la reconstrucción económica tras la Segunda Guerra Mundial, consolidó la hegemonía financiera de Estados Unidos.

Al convertirse en la única moneda respaldada por oro, el dólar asumió el papel de moneda de reserva global. Esto otorgó a Washington un inmenso poder económico y geopolítico, al estar las principales divisas -de facto- subordinadas a la política monetaria estadounidense, como expone magistralmente Barry Eichengreen, en Globalizing Capital: A History of the International Monetary System (Princeton University Press, 2008, pp. 91-100).

Sin embargo, a finales de los años 60, el modelo comenzó a resquebrajarse. El aumento del gasto público derivado de tres frentes simultáneos -la Guerra de Vietnam, la expansión del Estado de bienestar bajo el programa Great Society del presidente Lyndon B. Johnson (que amplió significativamente el gasto público en salud, educación y asistencia social), y la carrera espacial- generó desequilibrios fiscales y comerciales.

Estos factores contribuyeron a un aumento significativo de la inflación y del déficit por cuenta corriente de Estados Unidos. A medida que el país imprimía más dólares para financiar estos compromisos sin aumentar sus reservas de oro, la confianza internacional en la convertibilidad del dólar comenzó a erosionarse.

Las principales economías europeas, especialmente Francia bajo el liderazgo de Charles de Gaulle, comenzaron a cuestionar el privilegio exorbitante del dólar («exorbitant privilege») y exigieron la conversión de sus reservas en oro. Esto aceleró la fuga del metal precioso desde Fort Knox, como describe nuevamente Eichengreen, en su obra Exorbitant Privilege (Oxford University Press, 2011, pp. 39–44).

El 15 de agosto de 1971, el presidente Richard Nixon anunció la suspensión unilateral de la convertibilidad del dólar en oro. Aunque presentada como una medida temporal, este acto desmanteló de facto el sistema de Bretton Woods y marcó el inicio de la era de tipos de cambio flotantes (U.S. Department of State, Office of Historian, “Nixon and the End of the Bretton Woods System, 1971–1973”).

Para compensar la pérdida de credibilidad del dólar como moneda respaldada por un activo tangible, la Administración Nixon negoció en 1974 un acuerdo estratégico con Arabia Saudí, principal productor de petróleo de la OPEP. Según este acuerdo, el petróleo se vendería exclusivamente en dólares. Así nació el sistema de los petrodólares, que institucionalizó una demanda constante de dólares a escala global, asegurando la continuidad de su papel como moneda de reserva pese a la ruptura con el oro. Asimismo, los excedentes de divisas obtenidos por los países exportadores se reinvertirían en activos financieros estadounidenses, particularmente en títulos del Tesoro. A esto se llamó el “reciclaje del petrodólar”, mecanismo aún vigente que es determinante para la supremacía del dólar.

Este giro, en resumen, marcó no solo un cambio estructural en la arquitectura monetaria global, sino también una redefinición de la hegemonía estadounidense: del dólar-oro al dólar-petróleo.

Estados Unidos, desde entonces exportador de deuda pública

El economista estadounidense Michael Hudson, en su influyente obra Super Imperialism: The Economic Strategy of American Empire (1972), analiza con profundidad cómo la suspensión de la convertibilidad del dólar en oro en 1971 reconfiguró el sistema financiero internacional en favor de Estados Unidos. Según Hudson, tras la ruptura del patrón oro, Washington consolidó una nueva forma de poder hegemónico basada en la exportación de deuda pública. Desde entonces, los bancos centrales extranjeros se han visto forzados a reciclar sus excedentes de divisas -resultado de sus superávits comerciales con Estados Unidos- comprando títulos del Tesoro estadounidense. Estos instrumentos financian no solo el déficit fiscal, sino también el presupuesto militar, que se ha expandido de forma constante en las últimas décadas.

Bajo este esquema, países tradicionalmente con grandes superávits, como China, Japón o Alemania, han entregado bienes, servicios y recursos a cambio de activos financieros denominados en dólares, fundamentalmente deuda pública. Hoy, como puede verificarse con los datos del Tesoro norteamericano (U.S. Treasury, Major Foreign Holders of Treasury Securities), Japón es el primer acreedor de Estados Unidos, seguido de China. Este mecanismo genera un flujo constante de capital hacia Estados Unidos, que sostiene una demanda global de su moneda sin necesidad de respaldo material como el oro.

Para Hudson, este fenómeno es una forma de imperialismo monetario, donde el dólar actúa como una «divisa obligatoria», consolidando lo que él llama una arquitectura financiera «super imperialista» en la que Estados Unidos se endeuda en su propia moneda sin enfrentar las restricciones que rigen a otras economías. Esta arquitectura es la que se fragua con la Administración Nixon, y ha permitido sostener la hegemonía estadounidense en el último medio siglo. Por eso resulta paradójico que Trump intente ahora narrar los hechos como si Estados Unidos hubiera sido víctima de una arquitectura monetaria diseñada y manipulada desde 1971 por Washington.

Muchos bancos centrales compran bonos del Tesoro no por razones especulativas o de manipulación cambiaria, sino como una estrategia defensiva para estabilizar sus tipos de cambio y preservar su competitividad internacional. Si vendieran dólares y permitieran la apreciación de sus monedas, podrían ganar poder adquisitivo, pero también verían comprometido su modelo de crecimiento basado en las exportaciones. Este dilema subraya la paradoja de un sistema global desequilibrado, donde la supremacía del dólar obliga a otros países a absorber el coste de mantenerlo como moneda de reserva.

Justamente, para preservar el déficit comercial y por ende el consumismo de la sociedad estadounidense desde los años 70, el capitalismo financiero y su economía de servicios al margen de la industria y de la productividad real, ha sido acompañado por políticas monetarias expansivas (tipos de interés bajos, expansión del crédito, emisión de deuda) que Hudson compara con una forma de conquista financiera. A través de instituciones como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, y mediante la aplicación de las políticas del “Consenso de Washington” -liberalización del comercio, austeridad fiscal, privatización y desregulación- se ha consolidado un sistema de subordinación financiera para muchos países del Sur Global. El ejemplo más paradigmático de ello lo tenemos en las políticas de ajuste estructural y privatización en Iberoamérica y África entre los años 1980 y principios de los 2000.

A diferencia de Estados Unidos, que puede mantener una economía dopada con déficits sin consecuencias inmediatas gracias a su control de la moneda de reserva internacional, estos países deben someterse a programas de ajuste estructural que agotan sus recursos naturales, desmantelan sus infraestructuras públicas y favorecen formas de extracción parasitaria de riqueza por parte del capital financiero transnacional con centro neurálgico en Wall Street.

Vietnam como catalizador económico

Nada de lo que está sucediendo puede entenderse sin ir a las causas de fondo. El trasfondo bélico de esta transformación fue crucial. La guerra de Vietnam (1955–1975), dentro del contexto de la Guerra Fría, desvió ingentes recursos hacia la maquinaria militar (Pentágono), provocando un proceso de desindustrialización incipiente en sectores de ámbito civil.

Al mismo tiempo, el país comenzó a experimentar un fenómeno económico hasta entonces desconocido: la estanflación -una combinación de estancamiento económico con inflación persistente- que desafiaba las predicciones del modelo keynesiano dominante en la posguerra. A diferencia de las recesiones tradicionales, esta situación no podía resolverse fácilmente mediante la expansión del gasto público o reducciones de tasas de interés, ya que estas medidas habrían alimentado aún más la inflación. El índice de precios al consumo aumentó en más de un 11% anual en 1974, mientras que la productividad industrial se estancaba (U.S. Bureau of Labor Statistics, “Historical Consumer Price Index Data).

El impulso de un gigantesco “complejo militar-industrial” coincidió con un aumento del déficit por cuenta corriente y con presiones inflacionarias internas que la Reserva Federal, presidida por Paul Volcker, no pudo contrarrestar sin desencadenar una “recesión de doble caída”, desde enero de 1980 hasta julio de 1980, y luego otra muy profunda desde julio de 1981 hasta noviembre de 1982. La financiarización de la economía estadounidense al calor del Reaganomics fue un golpe de efecto global que lastró su producción nacional, pero permitió finalmente debilitar y en última instancia derrotar económicamente a la Unión Soviética en los años 80, cuya economía de base industrial no pudo seguir ni emular el juego financiero que Estados Unidos efectuó.

Por este motivo, el «Nixon Shock» de 1971 debe entenderse no solo como una medida técnica para suspender la convertibilidad del dólar en oro, sino como una maniobra estratégica con profundas implicaciones geopolíticas. La medida permitió a Estados Unidos liberarse de las limitaciones impuestas por el patrón oro y adaptar la arquitectura económica internacional a un nuevo orden, primero en su zona, el bloque occidental (primer mundo) y luego tras la disolución de la URSS en 1991, engullendo amplias áreas geográficas y mercados que habían pertenecido al “segundo mundo”, en el que la supremacía del dólar -la dolarización- quedaría ya asegurada mediante otros mecanismos de desregulación y liberalismo más allá del petrodólar, bajo el paradigma de la globalización según el Consenso de Washington y la Organización Mundial del Comercio en los años 90.

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