Es sábado. Paseo por la orilla de Patos. La bajamar ha dejado la arena cubierta de piedras en una disposición perfecta, como si el universo se hubiese desplomado sobre la playa y una pudiese agacharse y recoger Venus para guardárselo en el bolsillo del plumífero negro.
Me arrepiento. Un rayo enano descarga en las cavernas venosas de mi cerebro; poco importa que sacuda la cabeza de lado a lado para desactivarlo. No se va. Y después de él, sobreviene el trueno. Dice: Te lo dije, no debiste hacerlo. Y algo parecido a una arcada, a una mano grande de hombre grande me aprieta el cuello. Se estiran las cicatrices que como meandros mapean mi cuerpo. Para negarlo, me giro y dejo el mar. Camino hacia el coche. Lo enciendo. Conduzco fijándome en las líneas blancas discontinuas del asfalto. Desfilan como los pétalos de la margarita que deshojé durante años: Me quedo, me voy, me quedo, me voy. Me fui. Plátanos de sombra, runners, casas unifamiliares que decoran la carretera en colores que se matan entre ellos. Una perfomance decadente de ladrillos y ladridos de perros. Tras la curva, el neón de la gasolinera se aparece como el titular de mi estado interno. Tiene una mitad fundida, como un epitafio moderno; el REP encendido, el SOL muerto. Aquella tarde paramos a ponerle aire a las ruedas. Tú agachado, los dedos manchados, el pelo revuelto, insuflando de oxígeno, los neumáticos exhaustos de cargar nuestro amor como El Cristo, el madero.
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Empieza a llover. El limpiaparabrisas se activa. Un metrónomo que aparta el drama para que la claridad me deje ver. Pero no veo. Así como llueve fuera, lloro dentro. Mi mano en tu rodilla, tu gesto para esquivarla siempre que ibas conduciendo. Ese desprecio invisible que fue tachando días en el calendario. Enero ausencia. Marzo silencio.
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¿Me arrepiento? En la rotonda de Samil busco la cordura en el recuerdo. Los tips de la terapia: el amor propio, el desapego. Semáforo rojo. Piso el freno. Una sabe que la locura llega cuando una única voz toma el mando y nada de lo que dice es bueno. Voy a rendirme. Meto la mano derecha en el bolsillo. Algo me recibe, suave y recio. Es Venus. A la distancia exacta del sol para no quemarse, sin satélites naturales que la controlen, el objeto natural más brillante después de la Luna. Esbozo una sonrisa y acaricio la piedra. Esa esperanza divina caída del cielo.