Es una gran paradoja: la ideología parece ocupar hoy en el debate público un extraordinario relieve, pero al mismo tiempo es el falso envoltorio en el que se ocultan los más prosaicos, fríos y calculados intereses: intereses electorales y personales, económicos, partidistas, de poder… El papel que debería jugar el legado ideológico de corte inspirador y de brújula de unas conductas éticas, queda sacrificado por el dogmatismo cerril y por el tacticismo interesado. Lo vimos en la tragedia de la dana valenciana. La reacción institucional fue la antítesis de todos los servicios y dispositivos de emergencia que se pusieron en marcha en 1982 ante las inundaciones que provocó el desbordamiento del Nervión en Bilbao. ¿Qué ha pasado para que, en vez de perfeccionar todos los instrumentos del Estado ante una situación de alarma, los 43 años que han transcurrido desde uno y otro desastre solo han servido para ir hacia atrás? ¿Cómo se explica esta involución?
La respuesta está en una clase política enajenada de la realidad, sumida en un ciego fanatismo que ignora al individuo y en unos interesados cálculos electorales por los que solo se buscaba desacreditar al adversario político. Por uno y otro camino lo que se echó a un lado fue el pragmatismo que exigía la solución para responder eficazmente ante la tragedia.
El diálogo se ha visto, de este modo, sustituido por el egoísmo más sectario y el enfrentamiento en la política española reciente, y la gestión eficaz suena a utopía frente a la imparable justificación de medidas ideológicas que no son tales. Los ciudadanos vemos cada día como se convierte cada decisión en una batalla entre bloques sin importar los grandes problemas nacionales a los que nos enfrentamos. Se pone la lupa en la procedencia de las ideas, no en su contenido. Se piensa en titulares, no en legislar. Se alimenta la crispación a golpe de eslogan en lugar de gobernar en pro de la concordia tendiendo puentes.
Otro ejemplo: se plantean las subidas del salario mínimo interprofesional como una batalla y una revancha contra el mundo empresarial cuando tales subidas, que son deseables sin duda, deberían ir acompañadas de un programa pragmático de abaratamiento del coste del empleo que permitiera a las empresas elevar los salarios. Esos puentes han conformado durante años en este país y en momentos muy delicados la cultura sindical, que es básicamente pactista y negociadora. Pero, en lugar de buscar el entendimiento entre la patronal y los sindicatos, se antepone la bandera ideológica con el único objetivo de buscar unos réditos electorales al más corto plazo. Lo mismo pasa cuando se aborda la cuestión de las pensiones o la educación.
Reformas urgentes paralizadas que nunca llegan, problemas estructurales agravados día a día por la inoperancia e ineficiencia en llegar a acuerdos con amplias mayorías. A esto hay que añadirle las promesas incumplidas, las mentiras flagrantes y la corrupción enquistada.
¿Y qué salida tenemos? La única salida posible ante este escenario desalentador es recuperar la política útil, la que ignora los intereses de los partidos y de los políticos y que prioriza la resolución de los problemas a los que se enfrenta la sociedad. Esto no consiste en la búsqueda del punto intermedio entre extremos, sino de ignorar la lucha de trincheras a la que nos vemos forzados y sometidos a diario, y luchar con vehemencia por el sentido común enfocado en la evidencia, la ética y la responsabilidad.
Este país no puede perder más tiempo en vetos cruzados. Los españoles no nos podemos permitir quedarnos atrapados en este juego de egos y bloqueo continuo. Los españoles no somos así. España no es así. Y es que esta pugna electoral persistente impide ver que hay cuestiones que deberían de sobrepasar esta dicotomía, como la educación, objeto de inestabilidad crónica por la lucha partidista. Ocho leyes diferentes en democracia impuestas por nuevos gobiernos que imposibilitan educar pensando a largo plazo en las necesidades como país. No hay estrategia. No hay visión de futuro. Y hablo de la educación porque debería de ser el principal pilar de consenso, de donde nace todo. Lamentablemente, la educación sigue siendo un campo de batalla ideológico donde los alumnos son lo último que importa.
Bien es cierto que la educación es el primero de una larga lista de tristes ejemplos de necesidades vitales a reformar como país: la sanidad, las pensiones, la financiación autonómica, la vivienda, la despoblación o el desempleo. Pero recetas simplistas, que no falten, en lugar de buscar consensos efectivos. Necesitamos mejores políticas. Necesitamos mejores políticos.
La gestión eficaz, así como las decisiones formadas e informadas frente a la deriva populista actual son imprescindibles para recuperar la credibilidad en la política, las instituciones y los políticos. No solo esto, sino que se tenga más en cuenta la opinión de expertos en diferentes materias antes que a estrategas electorales, apostando por el consenso como medio para garantizar la estabilidad y el progreso.
Defender la concordia, la honestidad y el debate hoy en día es un acto que solo algunos valientes defienden. Estos héroes sin capa saben que la moderación no es síntoma de debilidad sino de coraje. Son conscientes de que el discurso incendiario simplifica problemas, divide a la sociedad y fomenta el populismo. Lo verdaderamente complejo es sostenerse firme en la búsqueda de acuerdos y en la realización de políticas responsables. España necesita más soluciones y menos espectáculo. Más política útil y menos división.
España no avanza con bloqueos continuados desde la oposición sin ofrecer alternativas reales y viables, así como tampoco progresa si los gobiernos legislan de espaldas a la mitad de la sociedad. A veces, de espaldas a toda la sociedad y solo pensando en su supervivencia cuando estamos ante cuestiones como la Defensa o la de la inmigración, que requieren grandes políticas de Estado consensuadas para un largo plazo.
Necesitamos más eficacia y menos ideología o menos caretas ideológicas que no esconden más intereses mezquinos. Más pragmatismo y menos enfrentamiento. No necesitamos líderes que griten más fuerte sino mejores gestores con programas de actuación realistas y nítidos. Necesitamos sentido común, no políticos comunes sin sentido. La sociedad confía en que es posible este cambio de paradigma, pero no conoce el camino para conseguirlo. Y el primer paso es creer.