viernes 12 diciembre, 2025

Los aplausos olvidados, radiografía de la medicina en España.

Por @DrJQuintero

Era se una vez, un tiempo, no tan lejano, en el que la bata blanca era sinónimo de respeto y vocación. En las familias, el hijo que decidía estudiar Medicina era motivo de orgullo. No era solo una carrera, era una vocación revestida de autoridad moral y social. El médico era una figura respetada, símbolo de conocimiento y entrega. Hoy, esa imagen parece más un recuerdo romántico que una realidad tangible. En las últimas décadas, los médicos en España han sufrido una doble pérdida; estatus social y poder adquisitivo. Y lo más doloroso no es el sueldo, sino el olvido.

Durante la pandemia, cuando el miedo paralizó al país, los médicos volvieron al centro de la escena. Fueron héroes por un día, imprescindibles durante unas semanas, pero en realidad eran los mismos profesionales, aunque exhaustos, firmes hasta que el ultimo paciente fuera atendido. Pero ese reconocimiento duró lo que los aplausos de las siete de la tarde, lo mismo que la memoria emocional de un país que olvida rápido lo que pasó ayer, aunque nos enredemos con lo que ocurrió hace 500 años. A lo mejor debería pasar al menos un siglo para poner en valor y contexto la situación, pero no disponemos de tanto tiempo.

En definitiva, pasada la crisis, volvió la rutina, y con ella la desmemoria. El reconocimiento desapareció más deprisa que las mascarillas. Quedó el cansancio, pero no el respeto, como dirían en mi pueblo, “ni agradecido, ni pagado”.

Y mientras tanto, el mundo sigue girando. En la sociedad actual, muchos debates políticos giran en torno a la reducción de la jornada laboral. Se plantean semanas de cuatro días, el derecho al descanso o se les llena la boca con la conciliación. Para todos, menos para los médicos, que siguen atrapados en jornadas extenuantes, entre consultas desbordadas y guardias que no solo están mal retribuidas, sino que ni siquiera computan para la jubilación. Jornadas que, en la práctica, superan con holgura las 48 horas semanales.

A esto sumémosle la amenaza silenciosa de un nuevo Estatuto Marco, que pretende mantener una especie de semiesclavitud ya aceptada, al tiempo que cercena la ya precaria autonomía profesional, tratando de limitar el libre ejercicio de la profesión. Porque ejercer la medicina no debería ser una función administrativa sujeta al capricho de los gobernantes de turno, sino una vocación libre y responsable.

Y mientras se recortan libertades, aumentan las exigencias. En qué país vivimos, cuando se hace necesario colocar carteles en los centros de salud para recordar que no se agreda a los profesionales. Una sociedad que necesita recordarse a sí misma que el médico no es su enemigo, sino su aliado, está en un claro peligro. Una sociedad que exige, pero no parece estar dispuesta a dar nada a cambio.

 Vivimos en una era de hiperexigencia, donde todo se reclama y de inmediato, lo queremos perfecto, sin espera ni error. Pero lo humano no funciona así. Y la medicina, mucho menos.

Lo paradójico es que a los médicos se les exige y mucho e incluso desde antes de comenzar a practicar la profesión. Acceder a la carrera de Medicina implica años de estudio intensivo, notas casi imposibles y muchas renuncias personales. Pero ese esfuerzo no solo no se ve recompensado, sino que tampoco es reconocido, ni en condiciones laborales, ni en una carrera profesional real ni motivante. Lo que debería ser un camino de crecimiento y mérito, se ha transformado en un complemento por antigüedad, como si el tiempo por sí solo garantizara la excelencia. La formación continuada, se hace a expensas de más esfuerzo, y la investigación… pues ya se sabe, “que inventen otros”.

Y todo esto ocurre en una sociedad cada vez más tensionada por el choque generacional. Las nuevas generaciones, no sin razón, exigen calidad de vida, equilibrio y bienestar emocional. Pero no podemos pretender que una vocación que exige tanto, y ofrece cada vez menos, siga siendo atractiva o  incluso viable en este nuevo paradigma.

Hoy más que nunca, necesitamos repensar la sanidad que realmente queremos y hacerlo no como un gasto, sino como una inversión social. Y a los médicos, no como piezas de un engranaje burocrático, sino como profesionales esenciales cuya dignidad, económica, social y humana, debe ser restaurada. Porque sin ellos, lo que colapsa no es solo el sistema sanitario, sino la idea misma de una sociedad que cuida de los suyos.

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