
Si alguien en la península ibérica puede reclamar haber sido el primer europeo que entendió la política como un arte de mesa —y no solo de espada—, ese fue Leovigildo, rey de los visigodos, monarca de hierro con alma de gastrónomo antes de que existiera el término. Reinó en el siglo VI, cuando los mapas se trazaban con lanza y los reyes aún creían que los pueblos se conquistaban por hambre o por fe; él lo intentó también por estómago.
Leovigildo fue un hombre de su tiempo y, a ratos, de otros muy posteriores. Su retrato ideal sería el de un monarca de gesto grave, barba recortada, mirada pragmática y un apetito del tamaño de la Hispania que unificó. Los cronistas lo describen como un soberano reformador, culto y razonablemente refinado, lo que en aquel siglo equivalía a comer sentado y no con las manos llenas de grasa.
Tenía fama de gustar de las comidas largas y meditadas, en las que mezclaba política y pitanza. Durante los consejos del trono se decía que, si las deliberaciones se alargaban, mandaba traer “pan candeal, vino tinto espeso y un guiso de ave con hierbas del campo”. No hay constancia documental de que existiera un “cocinero real de Leovigildo”, pero los restos arqueológicos de la época visigoda —ollas de barro, ánforas, huesos de cordero y de cerdo— permiten imaginar un menú que no desmerecería hoy en una tasca toledana de buena fama.
Su dieta, según se deduce de las crónicas visigodas y de los hábitos alimenticios de su corte, debía girar en torno a los platos de caza, los guisos lentos, los panes densos, las legumbres humildes y el vino tinto. La carne de cerdo era ya símbolo de identidad hispana —y de resistencia frente a los bizantinos orientales, más dados al aceite y al pescado seco—, y se dice que Leovigildo celebraba sus victorias con un asado de jabalí regado con vino de la Carpetania, servido sobre pan de trigo y acompañado de una salsa agria de miel y vinagre.
No desdeñaba tampoco los placeres dulces. Las mieles del Tajo y las almendras de la zona eran, por entonces, lujos de corte. Si el rumor es cierto —y los rumores reales rara vez mueren del todo—, en su mesa se preparaban unas tortas de harina y miel que anticipan el espíritu del mazapán toledano, siglos antes de su fama árabe. De haber conocido el horno conventual, habría fundado la primera Orden del Mazapán.
En su vejez, cuentan, Leovigildo se volvió menos belicoso y más sibarita. Ya no mandaba a sus tropas a guerrear, sino a buscar ingredientes: truchas en el Tajo, hierbas en los montes, vino en los lagares de Méntrida. Gobernaba con cucharón y cetro, convencido de que la estabilidad del reino dependía de mantener el caldo templado y la mesa en paz. “Un estómago lleno no conspira”, habría dicho —si no él, algún cronista sabio que supo ponerle voz—.
Su drama familiar —la rebelión de su hijo Hermenegildo, convertido al catolicismo— quizá fue también un asunto de mesa. Algunos escritores tardíos, más dados a la metáfora que a la exactitud, aseguraron que padre e hijo discutieron por religión, pero fue por el menú: Hermenegildo, asceta y converso, habría rechazado la carne en viernes. Leovigildo, visigodo orgulloso, habría respondido: “En mi reino, ni el hambre es dogma”. Su madrastra Gosvinta intento mediar en tan furibunda bronca. No hay prueba de ello, pero la anécdota revela algo esencial: Leovigildo fue un rey de convicciones firmes y cucharón generoso.
Si Toledo fue su capital, lo fue también su despensa. Allí fundó palacios y, según las leyendas toledanas más jugosas, organizó los primeros banquetes de Estado, pues a él se debe la creación del Estado. Fue un innovador del protocolo regio, mesas corridas donde los obispos brindaban con los condes y los bardos tocaban la lira mientras se servía cordero con garum (una especie de salmuera) y vino especiado. Algunos manuscritos mozárabes posteriores lo retratan como un monarca que “sabía unir los pueblos al calor del fogón”.
Por eso, si hoy Leovigildo resucitara, no tomaría las armas. Tomaría una cuchara. Cambiaría los concilios por catas, las conquistas por rutas gastronómicas y las guerras por meriendas. Entraría en los restaurantes de Toledo con paso grave, olfateando el aire como quien busca un antiguo secreto. Y al probar un guiso de ciervo o unas migas con uvas, sonreiría satisfecho: “Mi reino, al fin, sigue unido… por los fogones.” Capaz de publicar la Regia edicta de bono comedendo por Leovigildo y Goswinta.
LEOVIGILDO Y GOSVINTA EN LOS FOGONES DE TOLEDO
Un histórico recorrido gastronomico por la historica Toledo
—No nos miréis así —dice Leovigildo con voz de bronce templado—. Sí, soy yo, el de los manuales escolares. Y esta es Gosvinta, mi reina, mi conciencia crítica y mi paladar.
—Y su GPS —añade ella—, porque si fuera por él, aún estaríamos buscando el decumanus.
Acabamos de reaparecer en Toledo y os vamos a llevar, sin trompetas ni protocolo, por seis casas donde la verdad se sirve en plato hondo. Guardad móviles; abrid los sentidos. Y si alguien pregunta quiénes somos, decid que somos amigos con hambre.
1) La primera lumbre: La Orza (Judería)
Nos internamos por la calle Descalzos, con el zumbido de los pasos sobre piedra vieja.
—Aquí la ciudad huele a almendra y a memoria —murmura Gosvinta—.
La puerta de La Orza se abre como un secreto bien guardado (Calle Descalzos, 5, Toledo; web: restaurantelaorza.com). Dentro, el aire caliente trae ecos de lomo de orza y perdiz, trío santo junto a los asados. El chef hace eso que los modernos llaman “reinterpretar”: nosotros lo llamábamos cocinar con cabeza y con alma.
—Empezad por compartir lomo de orza: magro, hierbas, aceite de los Montes de Toledo D.O.P., pan que cruje y sella pactos.
Después, una perdiz en escabeche con fondo de azafrán: la acidez corta, pule, convence. Y de segundo, asado del día (cordero o cochinillo según santoral y mercado): piel que cruje, interior que se rinde.
—¿Vino? —pregunta alguien.
—Garnacha de D.O. Méntrida —respondo—: joven si buscáis frescura, crianza si venís con discurso. Para blancos de la tierra: Airén (D.O. La Mancha) o un Chardonnay de D.O. Uclés si preferís amplitud.
El postre aquí es casi liturgia: algo de mazapán (IGP Mazapán de Toledo) en crema, helado o bocado. El dulzor bien entendido no es pecado: es política del afecto.
Al salir, Gosvinta me guiña un ojo:
—Si cada decreto tuviera su lomo de orza, ¿cuántas guerras nos habríamos ahorrado?

2) Brasa y ley: Asador Palencia de Lara (junto a la Catedral)
Bajamos por el laberinto hasta Calle Nuncio Viejo, 6. La brasa manda; el humo no engaña. Asador Palencia de Lara (web: asadorpalenciadelara.es) lleva en el gesto el orgullo del oficio: cordero, cochinillo, perdiz y “platos de cuchara” que cambian cada semana: cocido castellano, callos con garbanzos, pochas con perdiz…
—Para abrir boca —dice Gosvinta— compartid ensalada templada de perdiz y una ración de croquetas.
De primero, si es día de cuchara: pochas con perdiz (es la conversación perfecta entre monte y puchero).
De segundo, cordero lechal al horno de leña: la piel se rompe como un pergamino antiguo, la carne se despega con obediencia visigoda. Alternativa: cochinillo, si venís de ánimo festivo.
El vino aquí pide Tempranillo de D.O. Valdepeñas (crianza, si queréis que la brasa tenga contrapeso).
De postre, tarta de queso manchego con miel de La Alcarria.
—La miel es diplomacia —digo—. Endulza sin mentir.
En la puerta, un grupo de turistas fotografían la Catedral.
—La verdadera catedral —bromea Gosvinta— está en el horno.

3) Gran mesa de hotel y vistas de reino: La Alacena (Hotel Beatriz)
Cambiamos de ritmo: La Alacena, casa amplia y con terraza bella (C/ Concilios de Toledo, 2, Toledo); web: beatrizhoteles.com
(apartado “Restaurante La Alacena”). Es lugar de jornadas temáticas (setas, arroces, cocina del norte…) y cocina que parte de la tradición con buen producto.
—Aquí hay que jugar a lo largo: entrantes para picar, arroces y un principal de caza si la temporada manda.
Primero, aceitunas aliñadas y queso manchego (calentad motores), berenjena asada con miel (eco sefardí) y migas con uva en ración elegida “para la mesa”.
De “intermedio”, si tocan jornadas: arroz meloso con setas de temporada.
De segundo, un guiso de venado con boletus o un lomo de orza con cremoso de patata (cuando asoma en carta).
Blancos de la tierra: Airén (La Mancha) o Sauvignon/Chardonnay de Uclés. Tintos: Méntrida si os va la Garnacha franca, La Mancha si queréis Tempranillo con trazo clásico.
Postre: torrija templada o “toledanos” con helado de tomillo.
—Las vistas ayudan, pero lo que convence es el punto del arroz —dictamina Gosvinta—.
—Y que el servicio entiende el tempo: Toledo es una sonata, no un reel.

4) Caza, huerta propia y un carro de quesos de caer de rodillas: Casa Parrilla (Ventas con Peña Aguilera)
Huele a monte antes de llegar. Casa Parrilla es orgullo sereno: Avda. de Toledo, 3, 45127 Las Ventas con Peña Aguilera; web: casaparrilla.es
. Cocina cinegética y micológica, huerta propia, gran bodega y —atención— Primer Premio Fromago 2024 a la Mejor Tabla de Quesos en Hostelería.
—Aquí el menú se construye como un cantar: entrantes de huerta, pieza de caza, quesos y postre con miel.
Primero, menestra de la casa (de huerta propia, verduras con carácter) y revuelto de setas cuando manda el bosque.
Segundo, caldereta de jabalí o lomo de gamo si sale en el papel del día; cocciones lentas, salsa que pide pan, romero que conversa sin gritar.
Vino: Méntrida crianza (Garnacha con poso y especia), o Tempranillo de La Mancha si queréis trazo más clásico.
La tabla de quesos de Castilla-La Mancha es visita obligatoria: Manchegos jóvenes y curados, semicurados lavados, tal vez azules del entorno…
De postre, helado de queso con miel templada o flan casero.
—Si un rey no se arrodilla ante un carro de quesos —dice Gosvinta—, no merece la corona.

5) Aceite que manda (y bien): El Rincón de la Almazara (Marjaliza)
—Ahora, silencio —pide Gosvinta—. Que hable el aceite.
El Rincón de la Almazara (Calle Victoria, 17, Marjaliza; web: elrincondelaalmazara.com) es restaurante tranquilo, de producto escogido y cocina tradicional con guiños: proponen desde pato vaporizado en reducción de Oporto a asado de cordero, lomo de gamo o bacalao al ajoarriero.
Entrantes: degustación de aceites de los Montes de Toledo D.O.P. con pan reciente; tomate aliñado y berenjena asada para que el verde brille.
Primero: ajoarriero de bacalao (cremoso, honesto, manchego) o ensalada templada con pato si os puede el Oporto.
Segundo: cordero asado a su jugo (clásico que no caduca) o lomo de gamo con fondo oscuro si llega el frío.
Vinos: blanco de Uclés (Sauvignon o Chardonnay) para el bacalao; tinto Méntrida (Garnacha) para la caza; Valdepeñas (Tempranillo) si queréis un clásico bien plantado.
Postres de obrador: tarta de almendra con miel, flanes y natillas.
—Este aceite —sentencia Gosvinta— gobierna mejor que muchos reyes.

6) Menú cambiante, alma constante: El Labriego (Miguel Esteban)
—A veces, lo más moderno es honrar la estación —dice Leovigildo, de repente filósofo.
El Labriego (C/ García Morato, 32, 45830 Miguel Esteban, Toledo) trabaja con menú degustación de ocho pases que cambia cada dos meses: cocina manchega depurada y juguetona, basada en el entorno.
Imaginad un pase posible:
Bocado de bienvenida (ajo morado en versión etérea), migas aireadas con puntas crujientes, guiso breve de gallina en pepitoria y azafrán, verduras asadas de la llanura con jugo de aceituna, pescado de temporada con caldo corto de hinojo, carrillera melosa con crema de garbanzo, queso manchego en dos texturas, postre lácteo con miel del Tajo.
Maridaje: blanco Airén (La Mancha) al arranque; Uclés para verduras y pescado; Méntrida o Valdepeñas para la carne; vino dulce de la región al postre.
—Este menú —dice Gosvinta— es como Toledo: cambia de luz, no de alma.

Epílogo: el reino estaba en la mesa
Regresamos a la ciudad cuando cae la tarde. El Tajo se dora, las campanas tantean el aire.
—¿Y bien? —pregunta alguien—. ¿Cuál fue “el mejor”?
Nos miramos, y ambos reímos.
—El conjunto —dice Gosvinta—. La ruta como partitura: Judería y brasa, hotel con terraza, monte y aceite, degustación que late.
—Y los vinos de Méntrida, La Mancha, Uclés y Valdepeñas marcando el compás —añado.
Si mañana cuando volvaís a casa, llevad de botín algo sencillo: una botella de aceite de los Montes de Toledo, un queso manchego que os dure la semana, mazapán de Toledo (IGP) para los que dudan de la felicidad. Y recordad: la política de un reino empieza en la cocina. Nosotros lo aprendimos tarde; vosotros, a tiempo para la cena.
“Mientras haya pan, vino y conversación, ningún muro podrá con Toledo.”
Resumen útil (para que nadie se pierda)
La Orza — Calle Descalzos, 5, Toledo. Web: restaurantelaorza.com
. Lomo de orza, perdiz, asados; ideal Garnacha de Méntrida.
raizculinaria.castillalamancha.es
Asador Palencia de Lara — Calle Nuncio Viejo, 6, Toledo. Web: asadorpalenciadelara.es
Cordero/cochinillo; cuchara semanal (pochas con perdiz, cocido, callos…). Tinto de Valdepeñas.
La Alacena — C/ Concilios de Toledo, 2, Toledo. Web: beatrizhoteles.com
Jornadas (setas, arroces); tradición con producto. Blanco Airén (La Mancha) o Uclés.
Casa Parrilla — Avda. de Toledo, 3, 45127 Las Ventas con Peña Aguilera. Web: casaparrilla.es
Caza, micología, huerta propia, gran bodega, Premio Fromago 2024 a su tabla de quesos. Tinto Méntrida o La Mancha.
El Rincón de la Almazara — Calle Victoria, 17, Marjaliza (Toledo). Web: elrincondelaalmazara.com
Pato al Oporto, cordero, gamo, ajoarriero. Aceite Montes de Toledo D.O.P., blanco Uclés o tinto Méntrida.
El Labriego — C/ García Morato, 32, 45830 Miguel Esteban (Toledo). Menú degustación de 8 pases que cambia cada dos meses. Maridaje por D.O.: La Mancha / Uclés / Méntrida / Valdepeñas.


