La batalla por la calidad de las universidades

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El Consejo de Ministros ha aprobado un decreto sobre universidades, actualmente en proceso de audiencia pública, que establece requisitos más exigentes que los actuales para aprobar nuevas universidades y para garantizar la calidad de las existentes. Como ya es costumbre en nuestro país, todo debate de interés ciudadano, como sin duda lo es el de la calidad del sistema universitario, es convertido rápidamente en basura política por los dos partidos mayoritarios, que se arrojan a la cara sus respectivos eslóganes desde el minuto uno. Trataremos aquí de reconducirlo en términos lo más objetivos posibles.

El primero en degradar el debate fue el propio Pedro Sánchez, que fue más allá de lo que dice la exposición de motivos del decreto y pronunció la frase “chiringuitos expendidores de títulos” para referirse a algunas universidades privadas autorizadas en los últimos años. Le siguió la vicepresidenta Maria Jesús Montero al afirmar en un mitin que las universidades privadas son “una amenaza para los trabajadores, porque ellos no pueden comprarse un título”, dando a entender que los alumnos de la privada sí lo hacen.

No tardaron en saltar a la arena la señora Díaz Ayuso y los señores Feijóo y Moreno Bonilla. La primera, con el comedimiento que la caracteriza, habló de batalla ideológica contra las privadas y del guerracivilismo instigado por Sánchez; el segundo aportó la aguda frase “para chiringuitos, los de la Moncloa”; y, el tercero, no le anduvo a la zaga con otra iluminadora frase: «el decreto es una patochada, [universidades privadas] las hay incluso en China».

Comprenderán que, con este nivel, al ciudadano medio no resulte fácil dilucidar quién lleva la razón. Para tratar de aclarar las cosas, recurriré al texto del decreto y a mi propia experiencia como profesor universitario durante cuatro décadas.

Vayamos primero a los hechos constatables y estos son que las universidades privadas y los centros privados adscritos a universidades públicas reúnen actualmente al 31% de los estudiantes universitarios. En el caso de los másteres, la cifra sube al 51% y, en los programas de doctorado, baja al 8%. Adicionalmente, los centros privados captaron en 2023 tan solo el 9% de los fondos de investigación competitivos. Esto ya indica una actividad investigadora muy baja por parte de las universidades privadas. También es un dato constatable que en los últimos 25 años no se ha creado ninguna universidad pública y sí, en cambio, 27 universidades privadas. Para ser autorizadas por la respectiva comunidad autónoma se necesita, según establece la LOSU, un informe preceptivo de la Conferencia General de Política Universitaria, que depende del Ministerio de Ciencia y Universidades. Por desgracia, el informe no es vinculante y se conocen hasta cinco universidades que han sido aprobadas con informes desfavorables: dos en Andalucía, dos en Canarias y una en Madrid.

Ambas cosas —muy baja actividad investigadora y aprobación con informe desfavorable— hace sospechar que la calidad de algunas universidades privadas es cuestionable. Y, aunque el artículo 27 de la Constitución establece que “se reconoce a las personas físicas y jurídicas la libertad de creación de centros docentes”, en el mismo artículo se añade que “los poderes públicos inspeccionarán y homologarán el sistema educativo para garantizar el cumplimiento de las leyes”. Ese es precisamente el objetivo del decreto: garantizar que las instituciones que llamamos universidades se dediquen a la creación y difusión del conocimiento con niveles de calidad homologables, independientemente de que sean públicas o privadas.

La primera novedad que añade es exigir para su aprobación un informe adicional a la ANECA, o a la agencia autonómica homologada para evaluar la calidad, y este informe será preceptivo y vinculante. Si el informe fuera desfavorable, concluirá el procedimiento de reconocimiento de la universidad solicitante. Otra, es que se revocarán las autorizaciones otorgadas a las universidades que no alcancen 4.500 alumnos en los cinco primeros años de ejercicio o no destinen un 5% de su presupuesto total a investigación. Las universidades deberán captar, en convocatorias, programas y contratos de investigación como mínimo el equivalente al 2% de su presupuesto total anual en el plazo de cinco años desde el inicio de su actividad. 

Sigue vigente el requisito de que la universidad cuente como mínimo con una oferta de diez títulos oficiales de Grado, seis títulos oficiales de Máster y tres programas oficiales de Doctorado en tres ramas de conocimiento distintas. Se añade que la universidad deberá presentar anualmente al menos cinco propuestas de proyectos de investigación en programas nacionales e internacionales, una de las cuales deberá ser internacional. Asimismo, transcurridos cinco años desde el inicio de actividades, la universidad deberá demostrar la consecución de al menos veinte proyectos de investigación de ámbito nacional o internacional.

Con respecto al personal docente, al requisito previo de tener un 50% de doctores, se añade ahora que, al finalizar el quinto año, un mínimo del 60% de los doctores haya alcanzado una evaluación positiva de la CNEAI (la parte de la ANECA que evalúa la actividad investigadora).

La última novedad del decreto es la creación de un Sistema Integrado de Información, alimentado por datos suministrados por las universidades, donde los potenciales usuarios puedan ver el desempeño de cada universidad en una serie de parámetros homogéneos sobre docencia, empleabilidad, investigación y otros. De esa forma, todos sabrán a que atenerse al elegir una universidad. 

He trabajado en dos universidades públicas y me he relacionado con investigadores de casi la totalidad de las restantes y puedo afirmar que estos requisitos se cumplen en casi todas ellas, porque esa es la esencia de la actividad de un profesor universitario: investigar, publicar y solicitar proyectos de investigación. Sin embargo, según se lamenta el diario El Mundo del 02/04/25, un tercio de las universidades privadas tendría que cerrar, tan solo por no llegar al mínimo número de alumnos. Seguramente serían más, si añadiéramos los requisitos sobre investigación.

La pregunta entonces que debemos hacernos es si estos requisitos nos parecen razonables o no para cualquier institución, pública o privada, que se quiera llamar universidad y que imparta títulos oficiales con validez en todo el Estado. En mi opinión, lo son y el decreto no va contra las universidades privadas en general sino contra las instituciones, privadas o públicas, que no cumplan unos mínimos y que no deberían llamarse universidades.

En otros países existen universidades privadas, como Harvard en EE.UU. y Oxford en el Reino Unido, que tienen una enorme calidad y prestigio. Si aquí tuviéramos algo semejante, no haría falta este decreto. La libertad de elección y la competencia que reclama la señora Ayuso serían reales: la universidad pública tendría suficiente calidad pero, quien quisiera más calidad y pudiera pagárselo, elegiría una privada. Pero lo que está pasando en Madrid no es eso. Tal como reconoce la propia Ayuso, los estudiantes “eligen mayoritariamente la pública y cuando no tienen plaza es cuando van a las privadas”. Es decir, las universidades públicas no ofrecen plazas suficientes para satisfacer la demanda y se fuerza al estudiante a elegir una privada, no por su calidad, sino porque es la única forma de tener plaza. En paralelo, la propia señora Ayuso se encarga de congelar la oferta pública reduciendo cada año la subvención de la Comunidad a las universidades. Tomando como referencia el curso 2014-15 las universidades públicas apenas han visto crecer su matrícula de estudiantes en un 2% en los últimos diez años, mientras que las universidades privadas lo han hecho en un 117%.

Tanto a la izquierda como a la derecha le deberían interesar que nuestro sistema universitario tuviera unos estándares mínimos de calidad y que los títulos universitarios de un mismo nombre garantizaran unos conocimientos y competencias homologables. Lo contrario sería un fraude a la sociedad.

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