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Intelectuales de entretiempo

Desfachatez intelctual

Tengo simpatía matizada por este politólogo, Ignacio Sánchez Cuenca, acaso porque ha elogiado mis libros de historia en alguna ocasión. Más que elogiar ha llegado a la paráfrasis. Vanidad de vanidades. Matizada simpatía, porque me parece que es más papista que el papa, que habitualmente suele esforzar los argumentos de la izquierda hasta límites inverosímiles. Fíjense que sostiene que la amenaza mayor a la Unión Europea no viene de fuera, sino de casa. La amenaza de Putin no es grave, afirma: todo es una exageración para justificar el rearme. Es la extrema derecha, claro, el “contagio trumpista”, el que amenaza al continente. Aquí, entre nosotros, la amenaza consiste en el contubernio de la derecha de Feijóo, al que tilda de “calamidad”, y la extrema derecha de VOX. Lo mismo debe creer, o lo finge muy, bien el presidente del gobierno español, que le ha nombrado miembro de un think tank denominado AVANZA.  Tiene el señor Cuenca, al que se adjudica una posición cercana a SUMAR, una bibliografía muy de circunstancias. Su libro sobre La desfachatez intelectual (2016). Acusaba a varios intelectuales españoles de participar en el debate público con ideas superficiales y frívolas. Un libro que fue objeto de críticas contundentes, acerbísimas: “inventa relaciones causales, no atiende a la evidencia empírica, y es propicia al argumento ad hominem y al anecdotismo y personalismo”, decían en la revista Letras Libres. De te fabula narratur

En un artículo reciente, Sánchez Cuenca, que es un hombre audaz, sin complejos, se atreve con un tema peliagudo, que tiene muchos matices. Lo hace, claro está, en el diario El País ¿Por qué la izquierda, salvo escasas excepciones, decae en la estimación electoral y anda muy rebajada de influencia política? Solo la socialdemocracia, afirma, ha pasado en Europa de ocupar un espacio equivalente al 32 % al 19% de media. Un retroceso que se ha manifestado recientemente en las elecciones de Alemania y Portugal. Como argumento principal, nuestro politólogo arguye, entre otras razones, que la «subjetividad» actual, la época del «individualismo empoderado» (sic) no tolera la exhibición de superioridad moral de que hace gala la izquierda.

Acostumbrémonos a la jerga sociológica que maneja el articulista. Crisis de intermediación llama a la decadencia actual de partidos y parlamento. Una circunstancia que ya fue diagnosticada por Carl Schmitt en los años treinta: el fracaso de las instituciones representativas como ámbito de discusión de la debía salir una decisión racional.  Esta crisis de ahora lleva al «grado cero de la representación», una jerga tomada de Roland Barthes, grado cero, dicho de otra forma, significa que el político está ahora al servicio de los impulsos inmediatos de la ciudadanía, o que la opinión de un intelectual valga lo mismo que la de un cualquiera, así hasta llegar al colmo de los colmos, a que “mucha gente no quiere que los partidos les digan lo que tienen que pensar o hacer”.

Pero esto que denuncia el politólogo como un mal -el individualismo rampante- no parece que sea algo rechazable. No dejarse aleccionar así como así parece que revela la existencia de personalidades mejores, más consistentes. Imaginemos, en el peor de los casos, que la ciudadanía española creyera a pies juntillas en lo que argumentan -es un decir- los portavoces del PSOE, de SUMAR o del PP, gente que no se lleva bien con la sintaxis, elegidos -pensemos en un Patxi López- por su capacidad de mentir sin inmutarse, bien de ladrar y morder en lugar de razonar, al modo de Tellado.

O sea que, según Sánchez Cuenca la izquierda medraba cuando el público se dejaba convencer por los líderes de turno. Lenin veía esto con claridad en su folleto ¿Qué hacer? Los obreros, abandonados a su tendencia espontánea, no pasan de adquirir una conciencia socialdemócrata, meramente reformista. La conciencia revolucionaria, la conciencia de clase predestinada por la historia hay que introducirla desde fuera, desde una vanguardia de revolucionarios profesionales. Ahora, que parece haber más gente que no comulga con ruedas de molino, que se niegan a reconocer como algo evidente el fin de la historia, eso lo considera el cronista una cosa perversa.

El asunto de la superioridad moral de que hace gala la izquierda tampoco es novedoso. Estar, como dice Pedro Sánchez, del lado bueno de la historia es repetir, avulgarado ya, la vieja certeza del historicismo marxista, que conoce de antemano el fin de la historia, su desenlace feliz en una sociedad sin clases. Tener, en resumen, esa certeza moral de que uno, haga lo que haga, está justificado en este mundo, que no necesita a un Dios sabelotodo, que existe una providencia laica que, por encima de las derrotas parciales, llevará al triunfo final.

Cierto que Sánchez Cuenca alude de pasada a otros argumentos que justifican el empequeñecimiento de la izquierda: las transformaciones sociales, el cambio en la naturaleza del trabajo. Pero ello no quita la impresión que el análisis del cronista alude siempre a factores ambientales, externos. La decadencia como destino indeseado pero fatal.

Es posible que la clase obrera ya no sea lo que era; que los sindicatos rocen el ridículo, que el hedonismo tenga más fuerza que la militancia altruista, que mucha gente ponga por delante su identidad nacional, real o presunta, a la conciencia de clase. Pero nuestro politólogo desdeña un argumento que, a mí por lo menos, me parece plausible para explicar la decadencia de la izquierda. Existe en las sociedades europeas un acuerdo básico sobre las políticas sociales, sobre el llamado Estado del Bienestar. Propaganda aparte, será cuestión de más o de menos, pero los partidos centrales a derecha e izquierda creen que la sanidad pública, la educación, y otros servicios sociales son condiciones imprescindible de una vida civilizada. Todos, o casi todos, en cierta forma, nos hemos vuelto socialdemócratas. Y ello ha diluido la identidad de los partidos de izquierda, haciéndoles creer que han de buscar los apoyos en lugares tan poco habituales como el nacionalismo identitario. Ocurre con frecuencia en la historia: ciertas ideas que fueron bandera de un partido con el tiempo son abandonadas y pasan a ser adoptadas por el partido contrario. Ocurrió con la idea de nación, cuyos orígenes se encuentran en 1789, para transitar hacia la derecha a fines del XIX y ahora ocurre con la idea de igualdad.

La izquierda, sea moderada o radical, ¿no ha tenido ninguna responsabilidad en su declive? Uno cree que sí; que optar por políticas populistas, hacer apología de las diferencias, desdeñar lo que siempre fue signo de la izquierda, la igualdad (Norberto Bobbio: Destra e sinistra, Donzelli editore), ha tenido una influencia decisiva en la pérdida de influencia, facilitando alianzas políticas con partidos y movimientos reaccionarios que desacreditan al progresismo. ¿Cómo justificar en España las alianzas con separatistas y antiguos amigos del terror?

En una cosa, me parece, lleva razón Sánchez Cuenca. El liderazgo de la izquierda ofrecía en otro tiempo un cierto temple moral. Pablo Iglesias, pobre, honesto, luchador por los desfavorecidos, rozaba la santidad. Azaña encarnaba el hombre de verbo brillante entregado a una causa, muy alejado de las martingalas de sus colegas radicales. Felipe González no era un santo -ahora es un demonio para los Sánchez, Pedro e Ignacio- pero se hacía respetar por su equilibrio, autoridad y maneras de estadista. Ahora vemos una rebaja en la calidad del liderazgo, rebaja política y moral; tipos que se dicen amparo de pobres y adquieren grandes mansiones como vivienda; como Alejandro Lerroux. El asunto del straperlo, que hizo desaparecer al Partido Radical en 1936, era una bicoca comparado con los escándalos actuales, lucrándose con el sufrimiento ajeno como el caso de las mascarillas. Hombres que urden triquiñuelas inauditas para poner el Estado a su personal servicio, convirtiendo a los partidos en agencias de colocación, o que practican el más desaforado familismo amoral. Pero esto parece que no inmuta lo que podríamos llamar “sociólogos de cabecera”.

Belén Barreiro, socióloga, pareja de Sánchez Cuenca en la vida real, como suele decirse, ejerce como apologista habitual de los logros de Pedro Sánchez. “Caer peor haciéndolo mejor” era el título de uno de sus trabajos. ¿Cómo era posible que, con una política llena de logros, los ciudadanos tiendan a minusvalorarla, se preguntaba? Se ha caracterizado esta mujer por sus vaticinios fallidos y sus lealtades inquebrantables: A Podemos, decía en 2016, lo veo como un partido nicho, con un porcentaje importante de electorado. Los tiempos son inestables, reconoce ahora Belén Barreiro, colaboradora y speech writer de Rodríguez Zapatero; tiempos marcados por una “crisis de representación”, reconoce en lenguaje parecido al de su colega y pareja y en el mismo medio, [El País 02.06.25]. Según Barreiro parecen imponerse dos tipos de liderazgo, los todo terreno, solventes y capaces de adaptarse a contextos diversos y -textual- “aquellos que se expresa sin pelos en la lengua proyectando una imagen de autenticidad”. Es propio de esta clase de análisis el mezclar algunos datos estadísticos, cocinados en el CIS (del que fue directora con Zapatero), o por alguna agencia cercana al grupo PRISA, con valoraciones arbitrarias, sacadas del cajón de los deseos. ¿A quiénes corresponderán estos perfiles? Seguro que pueden ponérsele nombres.  José Luis Ábalos era un político todo terreno, como lo es Oscar López, capaces de jugar en distintas demarcaciones, dentro y fuera de la ley. Oscar Puente puede jactarse de no tener pelos en la lengua, es decir, de ser un deslenguado.

Vivir para ver. La miseria de la clase política ha contaminado de parcialidad y sectarismo a quienes deberían ser defensores de la investigación desprejuiciada. Hace años que Julien Benda denunció en su libro La trahison des clercs que algunos intelectuales habían abandonado la búsqueda de la verdad, víctimas de las emociones ideológicas. Hay razones para pensar que los intelectuales de izquierda siguen afectados por el mismo achaque. Mucha ideología y poco conocimiento.

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