El precio del desencanto ​

Una llamada a la responsabilidad. ​ A todos. ​ A quienes gobiernan y a quienes votan. ​ Porque si seguimos confundiendo sensibilidad con propaganda, política con espectáculo, gestión con relato, pronto no quedará espacio para el debate sereno ni para los acuerdos fundamentales. ​
el precio del desencanto

Cuando los gobiernos olvidan sus principios, la ciudadanía paga la factura. ​ Y la factura viene con intereses.

En esta reflexión ,se analiza el deterioro de la confianza ciudadana hacia los gobiernos, con especial atención al caso español. ​ Desde una perspectiva crítica pero equilibrada, se expone cómo la instrumentalización de los valores progresistas ha derivado en populismo, mala gestión y desafección política. ​ El texto no busca confrontar ideologías, sino recuperar la exigencia de gobernar con integridad, responsabilidad y competencia. ​ Una advertencia lúcida sobre lo que ocurre cuando se traicionan los principios y se subestima la inteligencia del electorado.

​La política ya no ilusiona. ​ Produce hastío. A veces incluso vergüenza. ​ No es una sensación abstracta ni una exageración puntual. ​ Es un sentimiento que crece, silencioso pero persistente, entre amplias capas de la población. ​ Y aunque el fenómeno es global, en España adquiere una forma particularmente intensa. ​ Porque aquí, muchos de los que un día confiamos en una política comprometida, justa y sensible, hemos visto cómo nuestras esperanzas se han convertido en herramienta de manipulación. ​

Durante años, buena parte de la izquierda gobernante ha apelado al lenguaje de la justicia social, de los derechos, de la equidad. ​ Pero lo ha hecho no para construir una sociedad mejor, sino para justificar una política de gasto sin control, decisiones arbitrarias, y un uso clientelar de las instituciones. ​ Se ha utilizado el lenguaje del progreso como coartada para evitar rendir cuentas, y se ha envuelto la ineficacia en banderas nobles, desactivando la crítica con acusaciones implícitas de insensibilidad o incluso de traición ideológica.

Ese es el problema: no el error, que es humano y hasta necesario, sino la falta de humildad para reconocerlo, la soberbia para negarlo, y la deshonestidad de disfrazarlo de justicia. ​

Gobernar con sensibilidad social no puede ser excusa para malgastar el dinero público. Defender a los más vulnerables no debe convertirse en una pantalla para consolidar redes de poder. ​ La buena política necesita convicción, sí, pero también competencia. ​ Y cuando ambas faltan, el resultado es lo que estamos viendo: una ciudadanía que deja de creer, que se desmoviliza o se radicaliza, que empieza a mirar con simpatía a opciones que, hace apenas unos años, eran consideradas impensables. ​

Y aquí es donde se enciende la alarma. ​ Porque el populismo —ya sea progresista o conservador— tiene un patrón común: desprecia los matices, reduce la política a un juego de lealtades ciegas, y tiende al autoritarismo. Lo hemos visto muchas veces. ​ Gobiernos que llegan con un discurso de regeneración acaban rodeados de incondicionales, aislados de la realidad, obsesionados con el poder y dispuestos a todo para no perderlo. ​ La democracia entonces deja de ser un sistema vivo para convertirse en una fachada. ​

Frente a esta deriva, muchos ciudadanos han comenzado a retirar su confianza. ​ Y cuando eso ocurre, lo que viene después rara vez es moderado. ​ Los excesos de unos abren la puerta a los excesos de otros. Así se generan los giros bruscos, las mayorías absolutas de castigo, los gobiernos de reacción. ​ La izquierda pierde porque no ha sabido gobernar bien; la derecha gana, no necesariamente por mérito propio, sino como reflejo de una sociedad agotada por años de promesas incumplidas. ​

Este no es un lamento nostálgico por un pasado idealizado. ​ Es una llamada a la responsabilidad. A todos. A quienes gobiernan y a quienes votan. Porque si seguimos confundiendo sensibilidad con propaganda, política con espectáculo, gestión con relato, pronto no quedará espacio para el debate sereno ni para los acuerdos fundamentales. ​

Hay un precio por el desencanto. Y cuanto más tardemos en enfrentarlo, más caro nos saldrá.

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