No estamos ante un problema laboral, estamos ante una crisis moral. Si seguimos castigando a quienes nos curan, un día nos encontraremos enfermos… y solos.
Ser médico en España, ya poco tiene que ver con la vocación de antaño, se ha convertido en un acto de fe. La fe de que el sacrificio será reconocido, que el esfuerzo será recompensado y que, en algún momento, la vocación pesará más que la burocracia. Ser médico se ha convertido en un acto casi heroico. No solo porque exige una entrega personal absoluta, sino porque el sistema parece diseñado para poner obstáculos en cada etapa del camino. Lo que debería ser una vocación apoyada y respetada, se ha transformado en una carrera de fondo marcada por la exigencia para luego devolver precariedad.
Empecemos por el principio, el acceso a la carrera de Medicina exige unas notas de corte absurdamente altas, más de un 13 sobre 14. ¿Estamos seleccionando a los mejores futuros médicos o a los mejores estudiantes? Cuando solo se valora un número ¿en qué lugar queda la vocación o la empatía? Reducimos el acceso a una profesión profundamente humana, a una cuestión exclusivamente numérica. Y así, el sistema empieza ya filtrando el talento que no cabe en una décima. Este sistema de selección no mide vocación, ni habilidades interpersonales. No selecciona a quienes entienden la medicina como una vocación de servicio, ni a quienes cuentan con cualidades humanas esenciales para el ejercicio de la medicina como la empatía, la capacidad de escucha o la templanza en la adversidad.
Una vez dentro, el estudiante se enfrenta a una carrera universitaria de seis años, exigente, técnica y compleja, que le va a requerir largas horas de estudio para poder acercarse a la comprensión de la complejidad del ser humano, algo apasionante desde la vocación, pero una tortura para el estudiante. La presión no cesa, y se instala el miedo al MIR, ese examen que determinará no solo el acceso a la especialidad, sino también dónde vivirá, qué hará durante los siguientes cinco años y, en buena medida, el futuro profesional. Es una “oposición” encubierta, pero sin garantía de estabilidad laboral, todo lo más un contrato para 4 o 5 años, en los que les espera un trabajo duro y sueldos bajos.
La residencia es otra etapa de altísima exigencia, con la falsa promesa de un futuro mejor. El residente no es un estudiante, sino un médico en formación que asume responsabilidades, atiende pacientes, toma decisiones clínicas y se convierte en parte integrante de los servicios de muchos hospitales. Sin embargo, sus condiciones salariales … En fin, lo explicamos con datos. En 2025, un R1, médico residente de primer año, percibe alrededor de 1.301 euros al mes. Estas cifras, en muchos casos, no alcanzan ni para alquilar un piso cerca del hospital donde trabajan. Recordemos que el salario mínimo interprofesional en España se ha fijado en 1.184 euros mensuales. ¿Cómo justificar que un médico con seis años de estudios y un examen nacional a sus espaldas, cobre escasamente el SMI? Claro, pero tiene las guardias para compensar este salario. Efectivamente, los médicos realizamos guardias en turnos de 17 o de 24 horas continuas que pueden llegar a duplicar la jornada semanal. Horas extras que cuando se es especialista se pagan a menos de 30 euros la hora. Esto significa que, si un médico necesita contratar a alguien que cuide a sus hijos durante sus guardias, puede terminar ganando menos de lo que paga por ese cuidado.
Tras los cinco años de residencia, el médico se convierte en “facultativo especialista”, accediendo con suerte a una plaza interina en el sistema público de salud. Que, tras 12 años de formación intensiva, alcanzará un salario en torno a los 2.500 euros brutos mensuales, más las guardias, claro. Y lo peor es que algún político aún dice que los médicos tienen buenos sueldos.
Recientemente, el Ministerio de Sanidad ha presentado el borrador de un nuevo Estatuto Marco que, según sus autores, pretende “modernizar” la carrera sanitaria. Sin embargo, lejos de resolver los problemas estructurales, introduce nuevas limitaciones administrativas, agrava la rigidez del sistema y deja sin respuesta las demandas más urgentes de los médicos. El nuevo marco pretende regular más, pero no mejorar el funcionamiento de los médicos. Añade burocracia, pero no dignidad. En lugar de ofrecer incentivos, impone restricciones. Y lo hace desde la frialdad del despacho, sin escuchar a quienes sostienen día a día la atención sanitaria en hospitales y centros de salud y lo que es peor, nace de personas que antaño llevaron batas.
Con este panorama, no sorprende que cada vez más médicos españoles emigren a países donde son valorados profesional y económicamente. Alemania, Francia, Irlanda o los países nórdicos ofrecen salarios dignos, jornadas razonables y un respeto institucional que aquí parece olvidado. No se trata solo de dinero. Se trata de reconocimiento, de poder hacer bien el trabajo, de tener tiempo y recursos para poder tratar bien a los pacientes.
En este contexto, resulta casi insultante recordar aquellos aplausos de los balcones durante la pandemia. Aquellos gestos de “admiración colectiva” hoy suenan huecos ante la indiferencia presupuestaria y la precariedad legislativa. El ruido emocional del confinamiento ha sido sustituido por el silencio administrativo.
Como el dato mata el relato, aunque en este caso lo refuerza, las cifras son demoledoras. El salario medio de los médicos apenas ha crecido un 4% en la última década. En ese mismo periodo, el IPC ha subido un 24%, el gasto sanitario per cápita ha aumentado un 70%, de 1.512 € en 2015, ha pasado en 2025 a 2.174 € per cápita y el precio de los tratamientos innovadores se ha disparado un 300%. Pongamos ejemplos; el tratamiento con Axicabtagén para el linfoma B cuesta 327.000 euros por paciente o el Voretigén, para distrofia hereditaria de retina, supera los 230.000 euros por paciente. En 2015, el tratamiento más caro era el Sofosbuvir, para la hepatitis C, que costaba unos 28.000 euros al año por paciente. Todo sube, menos el reconocimiento y retribución de los médicos.
La medicina, en España, se ha convertido en una profesión de desgaste. La vocación, aunque poderosa, no es infinita y se agota cuando no hay reconocimiento y se rompe cuando no hay esperanza de mejora.
Muchos médicos jóvenes ya no sueñan con quedarse en su provincia. Se forman como un paso intermedio para marcharse fuera. Otros, simplemente, se resignan. Y esa resignación silenciosa es aún más peligrosa: porque un sistema puede sobrevivir al éxodo, pero no al hastío colectivo. Este ya no es un país para médicos. Lo que es una pena, cuando la historia de la medicina universal está repleta de médicos españoles ilustres
Y no es solo un problema de médicos, es una cuestión de modelo de país. Qué es lo que realmente valoramos. De cómo tratamos a quienes se encargan de nuestra salud, de nuestros partos, de nuestras urgencias, de nuestras enfermedades crónicas, de nuestras enfermedades mentales. De cómo respondemos como sociedad cuando quienes cuidan de nosotros necesitan ser cuidados también.
Si no revertimos esta dinámica, perderemos mucho más que talento: perderemos calidad de vida, esa que no sabemos que tenemos, hasta que la perdemos por motivos de salud. La medicina dejará de ser una vocación para convertirse, simplemente, en un trabajo mal remunerado. Y entonces, ya nadie querrá hacerlo, bien.
La medicina no puede seguir siendo una vocación castigada. No puede ser el único sector donde el sacrificio se da por sentado y el reconocimiento nunca llega. Necesitamos hacernos una pregunta como sociedad, ¿Qué sanidad queremos? y desde ahí valorar lo que aún tenemos, antes de que sea tarde. El cambio debe ser profundo, en la forma de acceder a la carrera, en la formación, en los salarios, en la gestión de la carrera profesional y en el respeto institucional.
Porque si seguimos castigando a quienes nos curan, un día nos encontraremos enfermos… y solos.
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