Salvador Cuenca
El ministro Torres, en entrevista concedida a eldiario.es, advierte de que “el proyecto de resignificación de Cuelgamuros puede admitir sugerencias y aportaciones, porque no está absolutamente cerrado”. Su advertencia parte de una premisa compartida con otros lugares de memoria: es urgente reinterpretar espacios y símbolos ambiguos que perpetúan divisiones históricas. En este contexto, la cruz de Cuelgamuros —monumento cargado de significados contradictorios— exige una reflexión profunda.
Aunque el diseño arquitectónico del proyecto ganador parece intocable, el enfoque memorialístico aún admite mejoras. Y es aquí donde surge mi propuesta para resignificar la cruz: recuperar el sentido original del término «lignum», raíz latina de «leña» y parte esencial de la expresión «lignum crucis» (“leña de la cruz” literalmente y, por extensión, “árbol de la cruz”).
Para el ministro Torres, “lo importante es que vamos a resignificar por fin un espacio que hasta ahora tenía un uso alejado de los parámetros de la democracia”. Sin embargo, el significado de la cruz parece que se mantendrá intacto, inasequible para los animales simbólicos que aspiramos a resemantizarlo. Y eso a pesar de que el proyecto ganador se titule La base y la cruz. Para más INRI, el nombre de los creadores del proyecto elegido es Pereda Pérez Arquitectos y Lignum S.L.
De materies a lignum: la cruz como símbolo de caducidad
En latín, «lignum» (leña para quemar) se opone a «materies» (madera para construir). Mientras esta última sugiere solidez y permanencia, el lignum crucis remite a lo efímero, lo combustible, lo que está destinado a transformarse en ceniza. La cruz, en su origen, no era un símbolo de triunfo pétreo, sino de vulnerabilidad orgánica: un madero que, como todo lo vivo, nace, se quiebra y se consume.
Y sin embargo, la cruz de Cuelgamuros se presenta hoy como un monolito inmutable, ajena a la caducidad que la define originariamente. No evoca la delicadeza de un brote verde ni la fragilidad de un tallo a punto de secarse. Ni evoca la suavidad de un recién nacido o la debilidad humana antes del rigor de la muerte. Ni rememora justamente el sufrimiento de los más de 20.000 presos políticos que, bajo trabajos forzados, erigieron este monumento.
En suma, en su forma actual, la cruz de piedra niega la memoria del sufrimiento y proyecta una eternidad artificial, sin espacio para la reconciliación entre vencedores y vencidos. Es un símbolo que, en lugar de unir, expulsa.
¿Cómo podríamos resignificar la cruz sin demolerla?
La cruz inorgánica nos expulsa a una eternidad sin reconciliación posible, mientras que su demolición queda descartada por las bases de la convocatoria ¿Es posible que la cruz, en lugar de ser un recordatorio de la derrota, se convierta en un espacio de encuentro entre las Españas que aún no se han reconciliado? ¿Cómo sería posible en un planeta sediento de rabia? ¿Cómo en una península polarizada? ¿Cómo? Plasmando en la materia inorgánica la concepción del cristianismo de G. W. F. Hegel.
Inspirándonos en su descripción del cristianismo, podríamos transformar la cruz en un monumento que refleje la caducidad humana y la posibilidad de reconciliación histórica. Hegel, en su Fenomenología del espíritu (1807), describe la «conciencia desdichada» como la de un sujeto dividido entre lo finito (su condición mortal e imperfecta) y la aspiración a lo infinito (la perfección divina). La cruz de Cuelgamuros encarna esta contradicción: materializa en piedra lo absoluto, pero lo hace desde la finitud de un símbolo pétreo construido e impuesto a la fuerza.
Para Hegel, la superación de este conflicto —la reconciliación entre lo finito y lo infinito— no llega cuando nos sumergimos en el gran mar del ser y negamos las realidades concretas, sino cuando la conciencia comprende que lo divino no habita en un más allá inalcanzable, sino que se despliega en la historia, el arte y el pensamiento humano. Aplicado al caso de Cuelgamuros, este despliegue exigiría reconocer la cruz como símbolo de fractura histórica, pero también como puente hacia una unidad no impuesta, sino construida desde la contradicción misma.
Una propuesta concreta: la cruz como lienzo efímero
No soy arquitecto ni ingeniero, pero sí puedo esbozar una propuesta: proyectar sobre la cruz imágenes que reproduzcan el color exacto del cielo en cada momento del valle de Cuelgamuros. El efecto sería doble:
- Desvanecimiento simbólico: En determinados instantes, la cruz dejaría de ser visible, fundiéndose con el horizonte. Así, sin demolerla, se cuestionaría su pretensión de eternidad triunfalista —la victoria del nacionalcatolicismo— y se revelaría su condición de construcción histórica, no de destino inevitable.
- Memoria en movimiento: Las proyecciones, no perpetuas sino intermitentes, convertirían la cruz en un espacio de memoria dinámica. No se trataría de borrar el pasado, sino de integrarlo en una narrativa que admita matices: la cruz estaría ahí, pero su presencia ya no sería absoluta.
Reconozco, de todos modos, que esta intervención visual no resolvería las divisiones históricas —ningún símbolo lo hace: lo simbólico separa, apuntaría Lacan—. Sé que la reconciliación forzada genera nuevas fracturas, que el perdón no es un acto al alcance de todos, y que las identidades actuales siguen alimentándose de los dolores y los muertos del pasado; pero al menos lograría algo esencial:
– Difuminar, aunque sea momentáneamente, el mito cristiano de la unidad impuesta («que todos sean uno«, Juan 17:20), que la cruz de piedra representa con su rigidez.
– Recordar que los símbolos, como la historiografía, son maleables: lo que hoy parece eterno puede ser reinterpretado.
Conclusión: un monumento para una convivencia posible
La clave se hallaría en asumir que la cruz puede ser, al mismo tiempo, símbolo de desgarro y de unión:
-Unión de la unión y la desunión, como en la crucifixión, que para Hegel encarna la dialéctica de la completud y de la escisión, es decir, la dialéctica de la aspiración a la totalidad y del desgarro humano.
-Vínculo que, por otra parte, no cancela la desvinculación, sino que la reconoce como parte intrínseca de toda narración de la historia.
Resignificar la cruz de Cuelgamuros no implica borrar su pasado, sino transformarla en un espejo de nuestra capacidad para convivir con los desgarros y las contradicciones. Un símbolo que, en lugar de imponer una eternidad ingenua, reconozca la fragilidad humana y abra la puerta a una convivencia posible.
Hegel nos enseña que la reconciliación no se alcanza al suturar superficialmente los desgarros o al cancelar los opuestos, sino al comprender la unidad en el conflicto. Quizás sea hora de que la cruz de Cuelgamuros deje de ser un monumento a la división y se convierta en un lugar donde las Españas pendientes de reconciliarse puedan verse reflejadas, al menos, a intervalos.
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