Durante la Guerra Fría, el Presidente Richard Nixon ideó una estrategia conocida como la teoría del loco : hacer al adversario que uno está dispuesto a todo, incluso a apretar el botón rojo, si no se cumplen sus exigencias. En la lógica de la disuasión, introducir un grado de imprevisibilidad podía hacer retroceder al enemigo. Hoy, décadas después, otro presidente estadounidense ha intentado revivir esa estrategia, pero no desde los códigos nucleares… sino desde los aranceles.
En 2025, Donald Trump ha dado un giro radical a la política comercial de Estados Unidos, imponiendo aranceles generalizados y arbitrarios a gran parte del mundo, incluidos aliados históricos. Bajo la consigna de “aranceles recíprocos”, desató una guerra económica que ha sacudido a las bolsas, trastocado las cadenas de suministro y minado la confianza global en el liderazgo económico estadounidense. Todo en nombre de una aparente estrategia negociadora de fuerza, imprevisibilidad y patriotismo económico. Pero el resultado ha sido, hasta ahora, más caos que orden, más daño que ganancia, más miedo que respeto.
Una guerra comercial en clave teatral.
El guion parecía calcado de una obra de teatro agresivo: anunciar medidas fulminantes, elevar amenazas día tras día, forzar a los socios a ceder bajo presión. Aranceles del 10% a casi todas las importaciones; tarifas del 25% a vehículos europeos; castigos del 34% a productos chinos que, con otras medidas previas, alcanzaban un 154% total. Corea del Sur, Japón, Vietnam y hasta Taiwán entraron también en la lista negra. Incluso países aliados como Alemania o Francia sufrieron beneficios adicionales pese a décadas de cooperación económica y militar.
La jugada era clara: mostrar a EE.UU. dispuesto a todo para forzar concesiones comerciales. Pero como toda estrategia basada en la teatralidad agresiva, olvidó algo fundamental: el otro lado también piensa, también actúa… y también se protege.
El boomerang de la ira simulada
En pocos días, los mercados entraron en pánico. El Dow Jones cayó un 4%, el Nasdaq perdió más del 6% en una jornada y las bolsas asiáticas y europeas replicaron la caída en cascada. Se esfumaron más de seis billones de dólares en capitalización bursátil global. Empresas como Apple, Nike o Tesla vieron cómo el valor de sus acciones se desplomaba. Fondos de inversión, bancos y analistas comenzaron a hablar de “una recesión en cámara lenta”.
Y entonces llegó lo inevitable: el personaje empezó a devorar al actor. Como bien advierte el texto que acompaña esta reflexión –“La ira simulada podría dar lugar a ira real”–, Trump terminó por creerse su propio personaje: el del negociador temible, imprevisible, dispuesto a incendiar los puentes si no se bailaba a su ritmo. Pero el mundo ya no es bipolar ni sumiso. Y la economía global no responde bien al miedo sostenido.
La reacción: entre la diplomacia y la desobediencia
La Unión Europea respondió con firmeza. Emmanuel Macron instó a congelar inversiones europeas en EE.UU. Canadá, otro socio preferente, declaró “moribundo” el espíritu del libre comercio norteamericano. Japón y Corea del Sur activaron canales diplomáticos de emergencia. China, por su parte, aplicó contramedidas simétricas, canceló compras clave y restringió exportaciones estratégicas. América Latina, aunque no fue el objetivo principal, sintió el golpe en los precios de materias primas y en su confianza inversora.
Los organismos internacionales también alzaron la voz: el FMI alertó sobre el “deterioro acelerado” de las perspectivas globales. La OCDE rebajó sus proyecciones de crecimiento. Y la OMC, cada vez más marginada, fue invocada por una coalición de países que ya no confía en EE.UU. como árbitro imparcial del comercio global.
La rectificación silenciosa
Y ahora, como en toda tragedia donde el actor se extralimita, el escenario empieza a cambiar. Hoy mismo, la Casa Blanca ha anunciado la retirada de los aranceles tecnológicos a productos chinos, reconociendo, sin decirlo explícitamente, el daño colateral ocasionado a gigantes estadounidenses como Apple, Nvidia y Microsoft, cuyos componentes dependen de una red de proveedores global que ahora temblaba bajo el peso de la incertidumbre.
No es coincidencia. Estas empresas fueron donantes clave en la última campaña presidencial. Y si hay algo más poderoso que una promesa de campaña, es una caída de acciones en Wall Street.
Así, Trump empieza a replegar posiciones. Sin admitir errores, sin reconocer daños, pero permitiendo que los grandes intereses económicos corrijan el rumbo. Como si el director de la obra hubiera decidido cambiar discretamente el guión antes del aplauso final… o del abucheo general.
Conclusión: autocontrol, el poder que no grita
La teoría del loco puede generar impacto. Pero es una estrategia de alto riesgo. Como bien señala el texto de referencia: «Lo que ganas con miedo, lo pierdes por falta de cooperación. Con miedo puedes lograr sumisión, pero nunca lealtad». Nixon lo aplicó en una era nuclear. Trump, en un mundo interconectado. Pero hoy, los boicots no se hacen con bombas sino con divisas, contratos, cadenas logísticas y acuerdos silenciosos.
El mundo ha hablado. Y parte del propio poder económico estadounidense también. La temeridad puede inspirar temor, pero el respeto solo nace del autocontrol. Trump quiso parecer fuerte mostrando locura. Pero, como decía Séneca, el verdadero poder no necesita alzar la voz ni golpear la mesa.
Porque quien es verdaderamente fuerte… no necesita parecer loco.