Francisco: el último pontífice lúcido en un mundo sin brújula

las sandalias

Cuando se celebra un cónclave —ese ritual tan teatral como solemne de la Iglesia Católica— es difícil no recordar la novela de Morris West, Las sandalias del pescador, llevada al cine en 1968 con un imponente Anthony Quinn en el papel de Kiril Lakota, un papa ficticio surgido de las cárceles soviéticas para evitar un conflicto nuclear entre China y Occidente. Aquel Papa de ficción se enfrentaba, como Francisco, no solo a los demonios externos del mundo —la guerra, la desigualdad, el hambre—, sino también a los del interior de la propia Iglesia: la vanidad, el apego al poder, la riqueza desorbitada.

“La Iglesia es rica, pero el mundo es pobre”, decía Lakota, y lo decía con una sinceridad que removía los cimientos vaticanos.

Hoy, al cerrar el ciclo vital de Jorge Mario Bergoglio, nos invade una sensación parecida a la de aquella novela: la partida de un hombre esencial, no por sus formas (a menudo incómodas para los sectores más conservadores), sino por su fondo.

Un verdadero 

influencer

, no un niñato come-cocos

El primer Papa latinoamericano, el primer jesuita en la Silla de Pedro, el primer pontífice que eligió el nombre del santo de Asís —emblema de humildad y reforma— se va dejando tras de sí una Iglesia menos autoritaria y más consciente de su papel en un mundo fracturado.

No ha sido un pontífice ornamental. No se limitó a bendecir, a declarar dogmas, a beatificar a santos olvidables. Fue un influencer en el sentido más profundo del término: un hombre cuya palabra, todavía, tenía peso real sobre la conciencia de millones de personas.

Más de 1.300 millones de católicos en el mundo —aunque no todos practicantes— y una credibilidad internacional que superaba por mucho la de jefes de Estado y dirigentes varios. Francisco hablaba y, al menos, se le escuchaba.

Entre la guerra y el algoritmo

Su voz se alzaba mientras el mundo avanzaba a ciegas. Él mismo lo decía:

“Estamos en la Tercera Guerra Mundial por partes.”

Aunque a veces se le reprochó tibieza en ciertos conflictos —como en el caso de Ucrania—, lo cierto es que nunca dejó de denunciar las lógicas geopolíticas que convierten vidas humanas en estadísticas de colaterales. “Esta economía mata”, escribió en Evangelii Gaudium, criticando el sistema económico global con una claridad que pocos líderes se atreven a imitar.

Y aquí llegamos al punto neurálgico: su ausencia deja al mundo aún más huérfano de sabiduría.

Como recordaba Miranda en su artículo publicado en La Discrepancia bajo el título “El reino sin sabios”, vivimos una época en que los gobernantes tienden más al espectáculo que a la reflexión. Muchos parecen ejercer un “papado civil”, repleto de dogmas ideológicos, infalibilidades ficticias y un gusto creciente por el boato.

Un pontífice incómodo y necesario

Francisco fue lo contrario de todo eso. Un papa que hablaba más del futuro que del pasado. Que prefería una Iglesia “accidentada” por salir a las periferias, a una “enferma por encerrarse en sí misma”.

En una época en que muchos dirigentes construyen muros —reales o simbólicos—, él pedía puentes, diálogo, ternura política. Conceptos que, en el mundo actual, suenan casi subversivos.

La reforma inacabada

No se puede hablar de Francisco sin abordar su intento, valiente pero no siempre eficaz, de limpiar las estructuras del Vaticano y hacer de la Iglesia un lugar más transparente. Combatió los abusos sexuales con más decisión que sus predecesores, aunque muchas víctimas siguen esperando justicia.

En 2019 promulgó el motu proprio Vos estis lux mundi, una normativa para facilitar las denuncias internas. También desmanteló redes de poder que habían convertido al Vaticano en una cueva de intereses cruzados y secretos inconfesables.

Su mensaje caló, sobre todo fuera del aparato eclesial. Encíclicas como Laudato Si’ (medioambiente) y Fratelli Tutti (fraternidad universal) fueron leídas y citadas por pensadores laicos, científicos y políticos no creyentes.

Francisco no hablaba solo para los bautizados. Hablaba para todos los que intuyen que algo profundo se ha roto en la humanidad.

Mensaje para el próximo cónclave

Ahora, los muros del Vaticano vuelven a murmurar. Las intrigas se reactivan. ¿Será el próximo papa un restaurador que devuelva la Iglesia al redil de los dogmas seguros? ¿O un heredero auténtico de Francisco, alguien dispuesto a incomodar con tal de servir?

Los defensores de una Iglesia rígida, atada a mitos arcaicos y ritos vacíos, ven en esta transición una oportunidad. Pero que no se engañen: el péndulo no puede volver atrás sin romper el reloj.

“He aquí que hago cosa nueva; ¿no la conocéis?” (Isaías 43,19)

La Iglesia no debe temer al futuro. Lo que debe temer es la irrelevancia.

El sello jesuita

Sería imperdonable olvidar el influjo que su formación jesuita tuvo sobre su forma de gobernar. Los jesuitas, maestros en discernir, en educar, en leer la realidad con inteligencia y espíritu crítico, encontraron en Francisco a un hijo fiel.

Su estilo pastoral, más cercano a la teología del acompañamiento que al dictamen dogmático, puso en práctica lo mejor del carisma ignaciano. Gobernar no es imponer, sino proponer caminos.

Y lo fue: coherente. En sus gestos, en su discurso, en su opción por los pobres, en su firmeza con los corruptos y en su humildad diaria.

“Prefiero una Iglesia herida por salir a la calle, que enferma por encerrarse en el templo.”

¿Qué quedará?

¿Qué quedará de su pontificado? Una pregunta que se hacen tanto creyentes como no creyentes. Su muerte no solo cierra una etapa en la historia de la Iglesia, sino también en la del pensamiento contemporáneo.

Francisco no era un político, pero entendía mejor que muchos la complejidad de la política. No era un economista, pero diagnosticó con precisión los males del capitalismo financiero. No era un filósofo, pero devolvió al debate público la idea de que el bien común todavía importa.

“No os dejéis robar la esperanza”, decía a los jóvenes.

Y sin embargo, su partida deja precisamente eso en entredicho: la esperanza de que alguien hable al mundo sin calcular aplausos, sin obedecer lobbies, sin reducir la ética a un eslogan.

Epílogo: el sembrador se ha ido

“Dios nos ha puesto en este mundo para sembrar semillas de cambio”, dijo Francisco.

Hoy, el sembrador se ha ido. La tierra que deja está revuelta, fecunda, pero también amenazada por la sequía de la indiferencia.

Le corresponde al próximo pontífice no guardar las semillas en un relicario, sino hacerlas crecer en la intemperie de este siglo. Porque, sin duda, será más difícil el mundo sin Francisco. Pero será aún más difícil si quienes lo sucedan no tienen su valor ni su visión.

 

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