La decadencia económica de Estados Unidos es algo obvio desde hace ya varias décadas, de lo contrario sería impensable concebir que aquel tipo pelirrojo, de cara naranja, que toma un carajillo a primera hora de la mañana en la barra del bar, pudiese ganar las elecciones el pasado mes de noviembre.
Trump no es que sea un tipo duro, supremacista. Para muchos ciudadanos no deja de tener las actitudes de un auténtico fanfarrón, ese tipo de individuo qué a primera hora de la mañana, y tras tomarse un “carajillo”, dice tener soluciones fáciles a los problemas difíciles que padece la sociedad norteamericana, y al que aplauden todos esos tipos que tienen soluciones para todo menos para sus propios problemas, pero que sienten la necesidad de un “líder”.
La sociedad norteamericana, como en buena medida también la europea, ha venido contemplando como el modelo socioeconómico y financiero que un día emanó de Bretton Woods (Nuevo Hampshire, Estados Unidos), en julio de 1944, se ha venido progresivamente abajo.
Estados Unidos surgió de la II Guerra Mundial como la economía más fuerte del mundo, con un rápido crecimiento industrial y una fuerte acumulación de capital. Mientras Europa se desangraba -ellos no habían sufrido las destrucciones de la Guerra- su producción industrial en 1945 era más del doble que en los años de preguerra, y concentraba cerca del 50 % del PIB mundial, aun no alcanzando el 7% de la población del planeta. Era “el sueño americano”.
Estados Unidos, al ser la mayor potencia económica, estaba en posición de ganar más que cualquier otro país con la liberalización del comercio. Poseían un mercado mundial para sus exportaciones, y tendrían acceso sin restricciones a materias primas vitales. Campaban como la nación triunfante y más poderosa del mundo.
El principal objetivo del sistema acordado en Bretton Woods fue poner en marcha un Nuevo Orden Económico Internacional y dar estabilidad a las transacciones comerciales a través de un sistema monetario internacional, con tipo de cambio sólido y estable, fundado en el dominio del dólar.
La quiebra del sistema acordado en Bretton Woods se produjo durante la guerra de Vietnam, cuando Estados Unidos gastó miles de millones de dólares para financiar la guerra. En el año 1971 tuvo un déficit comercial por primera vez en el siglo XX, y el dólar empezó a dejar de ser referente. Como respuesta, el presidente Nixon instauró un “shock económico” que impidió las conversiones del dólar al oro y lo devaluó, para hacer que las exportaciones estadounidenses fuesen más baratas y aliviar el desequilibrio comercial. Asimismo, Nixon impuso un arancel temporal de 10 %, forzando a estos países a revalorizar su moneda, que propició el que la economía mundial pasó a regirse por un sistema de tipos cambiarios fluctuantes. Se iniciaba así la etapa de desorden financiero internacional vigente hasta nuestros días.
Estados Unidos ha venido a menos. Solo representan una cuarta parte del PIB mundial, y apenas el 4 por ciento de la población. Ya no es el país hegemónico de entonces. Eso sí sigue siendo el país más avanzado en lo referente a desarrollo tecnológico, pero las nuevas tecnologías precisan para su desarrollo de minerales procedentes del resto del planeta, especialmente de China. Mientras, el sector servicios representa el 80% del PIB. EEUU, cada vez más, tiene necesidad de importar y abaratar los productos de consumo que ya no se producen en su propio territorio, y correlativamente se ha incrementado de forma exponencial el peso del sector servicios, altamente vulnerable a los vaivenes económicos.
Por otra parte, el paradigma de la decadencia americana es el fin, y el cierre, de las grandes empresas automovilísticas de Detroit, sustituidas por la masiva importación de vehículos construidos en Europa, Japón o Corea, o el ensamblaje, más económico, de los vehículos de marcas americanas en los vecinos México o Canadá.
La mano de obra en Estados Unidos se ha encarecido y el americano medio, o el inmigrante pobre, busca consumir productos más baratos procedentes de la importación, sin que paradójicamente la cobertura social de la sociedad americana pueda tener parangón con el modelo europeo de estabilidad y cohesión social.
Trump, como en su día hiciera Hitler en los años treinta (Siegmund Ginzberg. Síndrome 1933) necesita espacio económico vital para que su “make américan great again” – “haz a los EEUU mas grande otra vez”- sea posible. De ahí el utilizar la política de “aranceles” como instrumento de agresión al resto de países del planeta, salvo curiosamente a la Rusia de Putín. Y por cierto, algo no menos importante, una sola pregunta sencilla que no parece haber formulado Trump en su “locura arancelaria”. ¿Estaría dispuesto, por ejemplo, a fabricar automóviles en Estados Unidos al coste de la mano de obra de México, o zapatillas deportivas al precio de coste de Vietnam? Tal vez el sí, también Elon Musk, ¿pero qué obrero norteamericano estaría dispuesto a aceptar los salarios de China, Vietnam, India o México?
La geoestrategia también se ve profundamente afectada por la estrategia económica de Trump, de ahí “la alianza” con esa débil Rusia, en esa pinza de doble tornillo a la Unión Europea, y ese “aparente reparto de Ucrania” entre Rusia y EEUU, emulo de lo que en su día fue el acuerdo Ribentrop-Molotov para repartirse Polonia: “Para “ti” todos los territorios conquistados, para “mi” la explotación de las tierras raras”, tan necesarias para el desarrollo de las nuevas tecnologías estadounidenses, ahora cerradas por la dislocada política de aranceles a China. Además, el país de Putín, el más extenso del planeta, tiene un inmenso caudal de materias primas sin explotar. Solo dentro de ese marco de prospección de nuevas fuentes de material primas y de riqueza se encuentra la amenaza de “apoderarse” de Groenlandia, “fanfarronear” con la adhesión de Canadá o sugerir el control del Canal de Panamá.
En fin, aquel chico de la cara naranja y el pelo rojo, el de las “soluciones milagrosas”, vino a hacer “la revolución reaccionaria”, revolvió la vida de millones de personas , pero se le olvidó que el mundo del futuro es inconcebible sin el modelo democrático que los padres de la independencia implantaron tras la Declaración de Filadelfia en 1776 y cuyos principios Trump ha decidido enterrar. Y si la concepción del mundo variase por el efecto de estas nuevas-viejas políticas, estaríamos en los prolegómenos del “feudalismo 2.0” . ¡Loado sea Dios¡
2 comentarios
Buenos días Fernando; He leído con atención, el artículo que define a la perfección a gran parte de la sociedad actual, no solo americana sino mundial y yo iría mas allá, La Española. En tu tono irónico, acido y sarcástico defines muy bien que Trump solo es la imagen pero tenemos gran parte de la sociedad anclada en el populismo , con una critica que daña profundamente los cimientos de la sociedad.
No se trata solo de Trump o de un político concreto, sino del tipo de sociedad que permite que ese tipo de liderazgo surja y prospere. La decadencia del relato económico y cultural hegemónico abre paso a figuras que no resuelven los problemas, sino que los simplifican produciendo daños terribles. Y lo peor, es que el público les aplaude.
Efectivamente. El populismo es una corriente arrolladora e impulsiva, carente de reflexión y de razones. Es la política de las soluciones fáciles para los problemas complejos, que a la postre deviene en decadencia moral.