Venezuela en la frontera de su destino

maduro

El 10 de enero de 2025, Nicolás Maduro materializó su consolidación autoritaria al tomar control policial del país. Más allá de las formalidades institucionales que el régimen busca proyectar, la situación en Venezuela es una tragedia humanitaria, política y social que se profundiza día tras día. Frente a esta realidad, el silencio y la tibieza de actores internacionales clave, como España y la Unión Europea, son cómplices de la perpetuación de esta tiranía.

El costo humano de la dictadura

La brutalidad del régimen de Maduro se expresa en cifras que estremecen la conciencia. Según el balance más reciente de Foro Penal, Venezuela tiene al menos 1.697 presos políticos, un récord sin precedentes en el siglo XXI. De ellos, 1.495 son hombres y 202 mujeres, la mayoría civiles. Entre los encarcelados hay incluso tres adolescentes, un dato que evidencia el carácter indiscriminado de la represión.

Desde 2014, más de 18.000 personas han sido detenidas arbitrariamente, y más de 9.000 siguen bajo medidas restrictivas de libertad. Estas cifras no son números fríos: representan vidas truncadas, familias desgarradas y un pueblo condenado al miedo y la incertidumbre. Venezuela no vive en democracia. Vive bajo un régimen que utiliza el aparato estatal como herramienta de represión, alimentado por el silencio cómplice de quienes deberían alzar la voz.

La tibieza de España y la Unión Europea

En este contexto, resulta incomprensible, por no decir indignante, la postura del gobierno de España y de buena parte de la Unión Europea. Si bien se reconoce el esfuerzo de líderes como Felipe González, quien recientemente instó a los gobiernos democráticos a no legitimar la dictadura venezolana, la respuesta oficial ha sido débil y ambigua. Mientras la comunidad internacional debería ejercer presión diplomática y denunciar con contundencia la farsa institucional del régimen, algunos países europeos se refugian en la narrativa de “mediación” o “diálogo”, ignorando que cualquier negociación con Maduro es una estrategia del régimen para ganar tiempo y perpetuarse en el poder.

Este posicionamiento contrasta con la firmeza que la Unión Europea mostró en otros conflictos internacionales, donde las violaciones a los derechos humanos fueron condenadas sin matices. ¿Por qué, entonces, la vara es distinta para Venezuela? ¿Por qué se concede margen de legitimidad a un régimen que ha destruido la economía, sometido al pueblo al hambre y despojado de libertades básicas a sus ciudadanos? La respuesta no es sencilla, pero sí es evidente que detrás de esta tibieza se esconden intereses políticos, económicos y una errónea lectura ideológica.

Populismo y fascismo: dos caras de la misma moneda. Uno de los errores más graves que cometen ciertos sectores de la izquierda europea es justificar, o al menos minimizar, las acciones de Maduro en nombre de un supuesto “antiimperialismo”. Esta narrativa, profundamente hipócrita, olvida que la represión, la corrupción y el abuso de poder no tienen ideología: son expresiones del autoritarismo en su estado más puro.

El populismo, en todas sus formas, no es más que el fascismo disfrazado. Al igual que los regímenes totalitarios del siglo XX, el populismo busca consolidar el poder en torno a un líder carismático que manipula las necesidades y miedos del pueblo para justificar su control absoluto. Tanto el fascismo como el populismo promueven un culto a la personalidad, criminalizan a la oposición y suprimen la pluralidad democrática. Hoy, el populismo bolivariano de Maduro sigue esta lógica al pie de la letra, utilizando el discurso antiimperialista como coartada para justificar un modelo represivo que beneficia exclusivamente a la élite corrupta del régimen.

El llamado a la oposición venezolana. Ante este panorama, la oposición venezolana tiene la responsabilidad histórica de mantenerse unida y de no caer en los extremos ideológicos que tanto daño han hecho al país. Si bien Europa debe replantearse su postura, la oposición también debe evitar el error de alinear su estrategia exclusivamente con los sectores de la derecha europea, pues esto aliena a otros posibles aliados en la lucha por la democracia.

Es fundamental que la oposición venezolana reconozca que la lucha contra Maduro no se trata de izquierda o derecha, sino de defender valores universales: libertad, justicia y derechos humanos. En este sentido, el llamado a la unidad no puede ser un discurso vacío. Debe traducirse en una coalición amplia y diversa, capaz de sumar fuerzas desde todos los frentes y de presentar una alternativa creíble y esperanzadora para el país.

La izquierda europea debe romper su silencio. Finalmente, es imperativo que la izquierda europea abandone su ambigüedad frente a la dictadura de Maduro. La defensa de los derechos humanos no puede estar condicionada por simpatías ideológicas ni intereses partidistas. Si Europa aspira a ser un referente moral en el mundo, debe actuar en consecuencia y dejar claro que no hay espacio para la legitimación de regímenes autoritarios, sin importar cómo se disfracen.

En palabras de Felipe González, “la democracia no puede ser un término relativo”. Europa, y en particular España, tienen una deuda moral con el pueblo venezolano. Es hora de que la comunidad internacional pase de las palabras a la acción, utilizando todos los mecanismos a su alcance para presionar al régimen de Maduro y apoyar a las fuerzas democráticas en su lucha por la libertad.

En conclusión, la tragedia venezolana es una herida abierta en la conciencia del mundo, y su resolución requiere valentía, coherencia y solidaridad. La oposición venezolana debe mantenerse firme, unida y abierta a todos los apoyos democráticos, sin sectarismos ni exclusiones. Europa, por su parte, debe dejar de lado la tibieza y asumir su responsabilidad histórica, dejando claro que los derechos humanos y la democracia no son negociables. Solo así será posible construir un futuro de libertad y justicia para Venezuela.

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