Del apagón de la luz al encender de las conciencias.

Vivimos con la ilusión de que podemos controlar el mundo. Que basta con planificación, instituciones sólidas y tecnología avanzada para mantener a raya el caos.
Foto de Abby Kihano: https://www.pexels.com/es-es/foto/grupo-de-personas-lanzando-linterna-de-papel-en-el-cielo-durante-la-noche-431722/
Hablemos de esa ilusión tan mentalmente confortable, ¿o no?, que llamamos “estado del bienestar”, como si fuera una red de seguridad siempre dispuesta a protegernos de cada caída, pero que tiene como consecuencia una sociedad que tiende a mirar hacia arriba cuando una penalidad acontece, mientras contraviene lo más básico de las leyes naturales. Esta creencia se ha convertido en un dogma. Pero la realidad -implacable, indiferente, muchas veces hasta cruel- nos está recordando una y otra vez que esa red tiene agujeros y algunos muy grandes.

En poco menos de un lustro, hemos sido testigos de una pandemia global que puso en jaque a los sistemas sanitarios, sociales y económicos. Apenas comenzábamos a entender el impacto humano del COVID-19, cuando la naturaleza volvió a sacudirnos con la fuerza de un volcán en La Palma, luego Filomena, las DANAs  y, más recientemente, un gran apagón energético. ¿Cuántas señales más necesitamos para aceptar que vivimos en un mundo profundamente incierto?

Hace pocas semanas leíamos en la prensa y escuchábamos en las redes sociales, todo tipo de chascarrillos, sobre la recomendación de prepararnos “un poquito”, ante potenciales calamidades que pudieran poner en jaque nuestra sociedad. Y sí, muchos hacían memes, chistes y gracietas, sobre la necesaria responsabilidad individual de estar preparado. En pequeña escala no faltan noticias en los que unos excursionistas que, aventurándose en plena tormenta, y sin el equipamiento necesario, eran rescatados de la montaña por la Guardia Civil, o como una octogenaria era repatriada de una zona de guerra donde estaba haciendo turismo.

Vivimos con la ilusión de que podemos controlar el mundo. Que basta con planificación, instituciones sólidas y tecnología avanzada para mantener a raya el caos. Pero esto no es más que un espejismo. Un delirio colectivo que infantiliza a la ciudadanía, haciéndola creer que siempre habrá un papá-Estado que acudirá al rescate. Que siempre habrá soluciones rápidas, subsidios, y ayudas para recomponer lo dañado.

Este pensamiento mágico, instalado en muchas capas de la sociedad, debilita nuestro músculo cívico. Nos vuelve más dependientes, y por tanto menos autónomos, o lo que es lo mismo, más manipulables. Y lo más grave: más frágiles. No nos prepara para lo inesperado, para lo que no está en los manuales, para lo que rompe rutinas y exige decisiones difíciles. No nos prepara, en suma, para vivir en el mundo real. Vivimos en una burbuja, y como tal, mucho más frágil de lo que pensamos.

La gestión de la incertidumbre no es solo una cuestión técnica o política. Es, ante todo, una cuestión personal y diría que también cultural. Y ahí radica uno de nuestros mayores desafíos. Hemos confundido bienestar con comodidad, protección con pasividad, derechos con ausencia de deberes. En nombre de un supuesto progreso social, hemos erosionado valores como la responsabilidad individual y hemos dejado la preparación y la previsión en manos de terceros no siempre con las habilidades necesarias. Además, terceros que alcanzaron los puestos de responsabilidad mediante carreras políticas, muchas veces sin los conocimientos técnicos suficientes. O peor aún,  como definían David Dunning y Justin Kruger en el efecto cognitivo que lleva su nombre Dunning-Kruger, que describe cómo las personas con bajo nivel de habilidad o conocimiento en un área tienden a sobreestimar su competencia. Cuanto menos saben, más creen saber.  Si no, recordemos eso de que la economía de un país se puede explicar en dos tardes. Pero para salir de ese sesgo cognitivo, como decían los autores, hay que emprender el descenso al valle de la humildad, para después poder escalar hacia la competencia real.

Hemos criado generaciones que exigen, pero no se anticipan; que demandan, pero no se preparan. El resultado es una sociedad vulnerable. Una ciudadanía que se paraliza ante lo desconocido. Que ha delegado tanto su capacidad de decisión, que ya no sabe cómo improvisar, adaptarse o resistir.

Hemos creado el delirio de certeza, y hemos olvidado que la incertidumbre no es una anomalía, es la norma. Desde los albores de la humanidad, hemos vivido rodeados de amenazas: enfermedades, catástrofes naturales, conflictos, guerras, escasez. Lo realmente anómalo es la estabilidad que nos dio la segunda mitad del siglo XX. Lo excepcional es la calma, no la tormenta.

Aceptar esto no significa resignarse. Significa entender que la incertidumbre es el escenario sobre el que se construyen las vidas auténticas. Aquellas que no rehúyen del riesgo, sino que lo afrontan con valentía, con preparación y con inteligencia.

Prepararse para lo peor, aunque esperemos lo mejor, este principio, tan simple debería ser parte del ADN de cualquier sociedad adulta. Prepararse para lo peor no es ser pesimista, es ser responsable. Tener agua potable, una linterna, alimentos no perecederos, un transistor a pilas, saber actuar en caso de emergencia… No es paranoia, es madurez. Del mismo modo, esperar lo mejor es una actitud vital. Es cultivar la confianza, construir comunidad. No se trata de vivir en alerta constante, sino de ser conscientes de que el confort requiere de nuestro esfuerzo, y que la seguridad no se decreta; se defiende.

Si algo debiéramos aprender de las últimas crisis es que las soluciones no vendrán solo desde arriba. Las redes vecinales, el apoyo mutuo, la creatividad individual, la organización comunitaria… fueron clave durante la pandemia,  DANAs … . Allí donde el Estado no llegó (o llegó tarde), emergieron ciudadanos capaces de sostenerse mutuamente. Debemos cultivar esa capacidad. Necesitamos que todos, pero sobre todo los jóvenes  desarrollen habilidades prácticas, en pensamiento crítico o en toma de decisiones bajo presión. Necesitamos una ciudadanía menos demandante y más participativa. Menos ingenua y más preparada.

En definitiva, necesitamos que se haga la luz ,y  despertar del sueño del bienestar eterno. No para renunciar a sus logros sociales —que son muchos y valiosos— sino para protegerlos con realismo. Porque no hay bienestar sin responsabilidad. No hay derechos sin deberes. No hay progreso sin preparación. Vivimos tiempos inciertos. Pero también tiempos llenos de posibilidades. Como decía Louis Pasteur,, “la suerte favorece solo a los preparados”.

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