Andar de boca en boca

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¿Qué tendrán que decirse que ponen tanto empeño en ocultar el movimiento de los labios? El gesto se ha difundido tanto que hasta los futbolistas hacen el ademán, seguro que para cosas más bien inofensivas: “Juancho, cuando eche a correr por la banda, adelántame el balón”. Algo turbio ha de ser cuando lo que se dice merece ser escondido. Pasa el balón, pero no pasa el hombre. O bien: “Mándame los correos de quien ya sabes que quiero ganarles el relato”. Es el vago temor de estar siendo observado, la difusa sensación de culpabilidad, como si los curiosos para enterarse de todo, o los adversarios, tuvieran de plantón a un sabedor del lenguaje de los mudos. O de los sordos.

Si se tapan la boca será por algo. El hecho de que las finanzas de los españoles estén confiados a una señora agitada, en permanente desazón, ejecutora de movimientos compulsivos, guiños y muecas sin objeto alguno, es para ponerse en alarma. Recordémosla en la última noche electoral, danzando, arriba y abajo, sin parar, coreando seguramente el “somos más”. El día menos pensado se hace un lío con las manos, le da a la tecla equivocada y se arma la gorda. Y el señor del traje azul que tiene al lado. Fíjense bien. Por un oído le entra el susurro de la ministra saltarina y por el otro… le entra también un comunicante anónimo. Suponemos que no estará escuchando la música indie, a la que dice ser muy aficionado. Sánchez es todo oídos, en acecho permanente, a la escucha de las palpitaciones de los aliados -por el interés te quiero Pedroandrés- antes que desvelado por inofensivos adversarios.

Es de sospechar que el oyente tiene sobradas razones para cubrirse el rostro. Su nombre, el de su familia y el de sus colaboradores andan de boca en boca. El Estado español, que el hombre del traje azul dice gobernar, se deteriora de un día para otro: por un lado se adelgaza, a fuerza de transferir funciones y de hacer regalos, un impuesto por aquí, un edificio por allá; por otro, se engruesa, porque no para de aumentar la clientela en potencia a través del empleo público. Tres millones seiscientos mil y subiendo. Padecemos un Estado sobredimensionado, en que las competencias se confunden, las funciones se duplican o triplican -Diputaciones, Comunidades Autónomas, Gobierno Central-, rebosando de organismos inútiles, superfetatorios que decía Ortega. Un Estado caro e ineficaz. Reciente ejemplo de pésimo funcionamiento lo ha ofrecido la catástrofe de Valencia, el momento en que el Estado desapareció.

 Se confunde Estado y partido, y eso lo hacen todos, o casi todos los políticos, los que se tapan los labios al hablar, por si las moscas: colocar a los amigos y paniaguados es el objeto principal de los partidos españoles. En eso descuellan las Comunidades Autónomas, que se llevan la parte del león en el aumento de la burocracia. Pero los servicios van a peor: los trenes se retrasan o se averían., las cartas se pierden, la sanidad pública, con todas sus virtudes, desespera a los pacientes. La ministra de Sanidad es la única española que se extraña que los funcionarios prefieran a las aseguradoras privadas. Las cosas de comer se encarecen a pesar del optimismo del señor del trajecillo azul. ¡Brrrruummm!, vamos como una moto, o como un tiro es igual.  Las fronteras son un coladero. Incluso, nos atrevemos a decir, no sabemos si mañana estarán firmes en el mismo sitio o no, tanto es la benevolencia con que se atienden las demandas separatistas. Tenemos una ministra de Trabajo que conspira contra el trabajo, sobre todo el de los jóvenes, y todo lo cifra en aumentar el salario mínimo y rebajar el horario laboral. ¡Pero si lo que quieren muchos es trabajar, porque carecen de oportunidades para ganarse la vida! Uno sabe por experiencia que las empresas -pongamos las de cuidados de la tercera edad- repercuten sobre el particular cada subida del salario mínimo; que una subida, cuando se supera cierto umbral, supone un aumento correlativo del trabajo opaco y que son las clases medias, no los tildados como poderosos, los castigados en especial.

Somos espectadores de un campeonato en que se disputa el premio a la incompetencia. Por eso los jugadores se ponen la mano delante, para taparse la vergüenza de sus palabras. Llegará un momento, al paso que vamos, en que tendremos que decir, como Ortega y Gasset en 1930, “Españoles, vuestro Estado no existe: reconstruidlo”.

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