Gestión de crisis: dos fiascos en seis meses

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Dejando aparte las desgracias y pérdidas de todo tipo que acarrean, las crisis nos sirven de test para evaluar el estilo y la capacidad de liderazgo que nos ofrece nuestra clase política. Si la crisis de la Dana nos sorprendió por la facilidad con la que el más alto nivel de la administración eludía la declaración de “emergencia nacional” y se inhibía a la hora de minimizar la catástrofe (“si necesitan ayuda, que la pidan”), dando paso al juego del “cada uno se apañe” (curioso ejercicio de cogobernanza), el reciente “apagón” ha servido para ilustrar el desparpajo con la que esa misma instancia se saltaba todos los pasos establecidos en los manuales de gestión de crisis para entrar desde el minuto uno en el juego de la culpabilización. Todavía no había terminado el introito habitual en estos casos sobre la falta de los preceptivos informes y ya estaba nuestro ponderado presidente pidiendo responsabilidades. Y si esto ya era de por sí escasamente compatible con no descartar ninguna hipótesis (que sería lo lógico ante la falta de información), la petición de responsabilidades a los “operadores privados” nos adentraba en el terreno del surrealismo. Pues, “¿de quién depende Red Eléctrica? Pues eso”. 

Comencemos, por tanto, por recordar los pasos preceptivos en cualquier gestión de crisis. El primer paso es facilitar una comprensión adecuada del fenómeno que la origina y evitar el argumentario de bolsillo habitual en estos casos (el “cambio climático”, la codicia de las empresas, los ciberataques, etc.), al tiempo que se explica por qué las medidas tomadas con anterioridad han sido insuficientes para paliar la crisis actual. En segundo lugar, los líderes políticos deben dejar clara la estrategia capaz de dar coherencia a los esfuerzos colectivos y a los recursos movilizados para responder a la crisis. Solo así puede conseguirse la complicidad del público, por encima de la batalla del relato inevitable en un sistema político tan mediatizado y polarizado como el nuestro, de tal manera que la comprensión colectiva de la crisis permita avanzar hacia su resolución. A continuación, llegará la rendición de cuentas y será el momento de pedir responsabilidades, así como de discutir las acciones emprendidas en los foros correspondientes (políticos, académicos, etc.), consiguiendo así el cierre de la crisis y que el país siga adelante. Por último, habrá que sacar las oportunas enseñanzas y formular las debidas conclusiones de cara a la eventual reforma de las instituciones y las prácticas que se han visto cuestionadas por la crisis. 

Por contraste con este modo de proceder, una crisis tras otra, nos damos de bruces en España con el juego de la culpabilización como única vía de salida, una prueba de que la supuesta cogobernanza o las estrategias nacionales que se nos habían explicado para resolver cada problema no eran más que un truco retórico para encubrir la incompetencia y la falta de lealtad institucional, cuando no para convertir las crisis derivadas de todo ello en crisis comunicativas, como si las crisis se resolvieran mediante un astuto ejercicio de marketing. Con estas premisas, la defensa que Teresa Ribera hizo de su gestión in absentia durante la Dana o la que pueda hacer ahora Sánchez para proteger a Corredor no son más que una manera de disimular años de gestión guiados por un ecologismo que ha sido cuestionado en toda Europa y sometido a riguroso escrutinio en Bruselas.

En suma, si hubiera liderazgo alguien debería explicar qué ha fallado y qué hay que hacer para que no se repita. De lo contrario, habrá que asumir que la política española se ha convertido en un concurso para ver quién lo hace peor.

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