En medio de los titulares que anuncian “movimientos militares” en el Caribe y “planes de ataque quirúrgico” contra redes vinculadas al narcotráfico, dentro de Venezuela la vida transcurre con una calma “chicha” que a veces desconcierta.
Un testimonio recibido desde el país resume ese contraste con precisión:
“Aquí todo el mundo está viviendo igual que siempre. Lo de Maduro es puro show. Las noticias que les llegan son alarmantes, pero eso no es así. Hay expectativa de que pase algo con los americanos, pero yo creo que no será nada. La presión de los gringos es por los narcotraficantes y les daña el negocio a los militares. Vamos a ver. Todos estamos bien, dentro de la situación jodida que vive el país.”
La aparente normalidad es, en sí misma, un dato geopolítico. No se observan cierres de carreteras, ni aumento de controles, ni despliegues excepcionales en Caracas, Maracaibo o Valencia. La economía informal sigue funcionando, los mercados están abiertos y las señales de pánico brillan por su ausencia.
El ciudadano común percibe el discurso de crisis como una narrativa instrumental del poder, una prolongación del hábito de tensar el ambiente para mantener la cohesión interna. “El show de Maduro” cumple así una función política: proyectar fortaleza hacia el exterior y control hacia el interior.
Dos relatos, dos realidades
La diferencia entre la visión interna y la internacional es notoria. En Washington, Miami o Bogotá se describe un clima de “preparación para el enfrentamiento”, reforzado por la reciente intensificación de operaciones navales estadounidenses bajo pretexto de la lucha contra el narcotráfico.
En cambio, desde Caracas se percibe una escenografía de amenazas mutuas sin impacto visible en la vida diaria.
La brecha entre ambos relatos se amplía porque ambos actores (Estados Unidos y el Gobierno venezolano) necesitan sostener la tensión. Trump y su equipo presentan las operaciones en el Caribe como parte de la “cruzada antidrogas y anticomunista” que refuerza su discurso de firmeza hemisférica. Por su parte, Maduro transforma la presión externa en oxígeno político interno, movilizando la narrativa de resistencia soberana y desviando el foco del deterioro económico.
El comentario “les daña el negocio a los militares” revela una lectura popular aguda. Más allá de la ideología, la relación entre las Fuerzas Armadas y la economía ilícita es hoy un eje estructural del poder venezolano. La “Operación Escudo Bolivariano”, las concesiones mineras y el control del contrabando en el Arco del Orinoco forman parte de un sistema de rentas donde confluyen intereses políticos, económicos y criminales.
La presión estadounidense sobre las rutas del narcotráfico y la interdicción marítima erosionan los ingresos paralelos de sectores militares. Por eso, más que un conflicto entre dos Estados, la tensión actual se asemeja a una colisión entre economías paralelas, donde las medidas judiciales, financieras o navales afectan los circuitos que sostienen la lealtad interna al régimen.
En el plano regional, la presencia naval norteamericana actúa como mecanismo de advertencia múltiple. Washington busca simultáneamente cortar el tráfico ilícito que financia redes venezolanas y colombianas. Así como, disuadir alianzas logísticas con Irán, Rusia o China en materia de hidrocarburos y oro.
En definitiva, proyectar poder en un contexto de transición geopolítica global donde América Latina vuelve a ser tablero estratégico.
Sin embargo, la respuesta venezolana se limita a ejercicios retóricos como declaraciones de soberanía, transmisiones militares televisadas, pero sin movimiento operativo real. La guerra, si existe, es de cámaras, percepciones y sanciones, no de misiles.
En este tablero, el riesgo mayor no está en Caracas, sino en la frontera colombo-venezolana. Allí confluyen grupos irregulares, economías ilícitas y tráfico de personas. Cualquier incidente entre patrullas o grupos armados podría escalar rápidamente, ofreciendo a Washington el pretexto para “acciones de interdicción” más agresivas. De momento, los canales diplomáticos y militares discretos siguen operativos, lo que sugiere un interés compartido en evitar una ruptura directa.
Escenarios y perspectivas
- Continuidad controlada (más probable): calma interna y presión exterior sostenida, con operaciones navales selectivas y sanciones financieras.
- Escalada localizada: ataque o interceptación que afecte intereses militares venezolanos, sin invasión ni guerra abierta.
- Ruptura total (improbable): confrontación directa tras un incidente grave o error de cálculo.
En resumen, desde dentro, Venezuela no vive una crisis de seguridad inmediata, sino una rutina tensa. Desde fuera, se libra una batalla de narrativas donde cada parte exagera para reforzar su posición.
Entre ambos planos, la verdad parece residir en una franja gris: un país en calma aparente, pero sostenido sobre tensiones estructurales, donde la economía ilícita, la propaganda y el cansancio social sustituyen a la política.
De cualquier forma, tras las declaraciones del senador republicano Lindsey Graham, aliado cercano del presidente Donald Trump, quien afirmó que la actual operación estadounidense en el Caribe podría “expandirse a objetivos en tierra en Venezuela y Colombia” y que el presidente informará al Congreso sobre futuras acciones militares, no puede descartarse que un error de alto riesgo o de impacto político provoque incidentes no intencionados.
Como escribió García Márquez: “Las guerras son más fáciles de empezar que de terminar.”
En el caso venezolano, la guerra que de verdad importa, la de las percepciones y la supervivencia, ya empezó hace tiempo.
