La primera nevada de diciembre llegó a Toledo sin hacer ruido, como si no quisiera despertar a las piedras antiguas. Desde la Puerta del Cambrón, la ciudad parecía hecha de azúcar glas. Las luces de Navidad colgaban sobre las calles estrechas y, entre el olor a castañas asadas, había un perfume más tenue y más antiguo: almendra tostada y horno encendido.
Ese olor salía, como cada año, de la confitería de María, “La Estrella de Mazapán”, un local minúsculo encajado entre dos edificios altos, en la céntrica calle de Alfileritos, con un letrero de madera y un cristal siempre ligeramente empañado. En la puerta brillaba el cartel: “Mazapán de Toledo – Denominación de Origen. Campo y Alma”.
María, con sus sesenta y pocos bien llevados, llevaba la mañana entera pesando almendra y hablando sola con las bandejas.
—No os quejéis —murmuraba a las figuritas alineadas—. Pocas masas tienen el honor de hacerse tan mimadas aquí, en la ciudad del mazapán.
Aquella tarde llegaron sus nietos: Luisa, con la mochila arrastrando; y Mateo, creía que la Navidad podía arreglar casi todo.
—Buenas —saludó Luisa, sin entusiasmo.
Desde hacía meses, sus padres discutían mucho por cosas tontas. Luisa caminaba por la vida como quien pisa hielo fino. Albertola imitaba, sin entender del todo qué ocurría.
—Mis luciérnagas —los recibió María—. Venid, que os he guardado figuritas.
Luisa se encogió de hombros.
—La Navidad no me gusta tanto es mucho ruido, pero el dulce, cualquiera. La apasionaba.
María sintió que la niña estaba enfuscada, pero sonrió.
—La Navidad no se finge. Es lo que se recuerda bien… y lo que se intenta arreglar todo a tiempo.
Alberto tomó una estrellita y la mordió. Luisa, después de un momento, dijo en voz baja:
—Mamá dice que quizá papá no venga a cenar este año. Que está cansado.
—¿Cansado de qué? —preguntó María.
—De nosotros —susurró Luisa.
María respiró hondo. Fuera, las risas y los abrigos nuevos pasaban como si nada pudiera romperse nunca. Y entonces, el tiempo la arrastró hacia otro diciembre.
Su abuela Esperanza, la primera pastelera de la familia, amasaba mazapán en una mesa muy parecida a la suya. Le había mostrado una caja de lata con una hoja amarillenta. En el borde, la niña María leyó:
“Mazapán que mira al revés.
Para cuando el corazón está al derecho, pero la mirada equivocada.”
—Este mazapán no cura nada —le había dicho su abuela—. Pero hace lo malo más pequeño y lo bueno más grande. Eso decía tu bisabuela en la guerra.
La receta debía hacerse solo “cuando haga falta de verdad”. Y siempre pensando en la persona que lo comería. María lo había usado de joven un par de veces: para un vecino viudo, para dos hermanas peleadas, para una mujer que lloraba demasiado en silencio. Y siempre había visto un pequeño cambio, casi imperceptible, pero real.
Ahora, mirando a Luisa y Alberto con los ojos llenos de invierno, María sintió que aquella hoja amarillenta volvía a llamarla.
—Esperad aquí —les dijo.
En la trastienda rebuscó detrás de las cajas de Campo y Alma. Allí estaba la caja redonda donde guardaba recuerdos y certezas. Dentro, la receta.
Regresó despacio.
—¿Qué es eso? —preguntó Alberto, con la curiosidad de los seis años.
—Un experimento navideño —respondió María—. De los de verdad.
La receta era casi igual al mazapán tradicional: almendra de primera, azúcar y agua. Pero en los márgenes aparecían notas: “amasar sin prisa”, “pensar en quien necesita ayuda”, “poner la radio alegre muy bajito”.
María los miró.
—¿Queréis ayudarme?
Alberto asintió enseguida. Luisa dudó, pero sabía que amasar era mejor que preocuparse.
Se lavaron las manos. Mientras unían almendra y azúcar, María les dijo:
—Pensad en alguien a quien queráis ayudar esta Navidad.
Luisa respondió sin dudar:
—A mamá y papá… aunque no elijan lo que yo quiero. Solo quiero que no se hagan daño.
Alberto movió su cabeza para abajo en sentido afirmativo, serio por primera vez aquel día.
María añadió en silencio sus propios pensamientos: el vecino del tercero, siempre solo con su perro; Inés, la chica de la tienda de al lado, que últimamente tenía los ojos apagados; y también ella misma, que llevaba años temiendo que la confitería muriera con ella.
Formaron figuras sencillas: lunas, casitas, corazones. Las separaron del resto y María escribió en un papelito: “Lote especial. No vender.”
Cuando las sacaron del horno, el olor era distinto. Más redondo, como si la almendra llevara un poco de música dentro.
Esa noche repartieron las cajas.
Don Anselmo abrió la puerta con el perro dando vueltas y le dio una bolsita.
—No hacía falta…
—Pues así tendrá un dulce para acompañar la tele —le dijo María—. Y si le sabe a demasiada Navidad, se come solo la mitad.
Después entraron en la tienda de Inés. La muchacha recogía con gesto triste.
—No vengo a comprar —dijo María antes de que ella se disculpara—. Vienes a que te regale.
Inés sonrió por cortesía, pero la sonrisa no le llegaba a los ojos.
La última caja era para casa.
—Para vuestros padres —dijo María—. Ya veremos cómo se la damos.
No hubo milagros ruidosos.
Don Anselmo comió su luna viendo las noticias. Al segundo bocado, el salón le pareció menos gris. Al tercero, pensó en su hija, con la que no hablaba desde hacía años. Cogió el móvil.
—Lucía… soy papá. Solo quería felicitarte la Navidad y decir… que echo de menos hablar de tonterías.
Silencio. Luego una voz emocionada:
—Papá… yo también.
Inés, en su piso pequeño, abrió la caja y comió un corazón apoyado en la encimera. Al segundo bocado decidió que no podía llevar el peso del mundo sola. Al tercero, sacó una libreta:
“Pedir ayuda. Llamar a mi amiga. Dormir más. Cerrar la tienda una hora antes.”
El mazapán no solucionó sus problemas, pero cambió un poco la forma en que los miraba.
En casa, la cena de los padres de Luisa y Alberto era un campo minado. Andrés llegó tarde, Marta estaba cansada, y la palabra “separación” flotaba entre los cubiertos.
María puso en el centro la cajita especial.
—Mazapán del bueno —dijo—. Hecho pensando en vosotros y con la ayuda de vuestros hijos.
Nadie preguntó más. Cada uno tomó una figurita.
Luisa escogió una estrella. Alberto, un árbol. Marta, una casita. Andrés, un corazón pequeño.
El primer bocado fue sabor. El segundo, un pequeño vuelco.
Marta sintió que el ruido en su cabeza —los reproches, el cansancio, los “tú siempre”— bajaba de volumen. Le vinieron recuerdos de los comienzos, de cosas que antes la hacían reír.
Andrés sintió que su orgullo se agrietaba un poco. Recordó noches largas en la farmacia, la primera Navidad juntos, aquella sensación de ser un equipo.
Luisa dejó de sentir que la casa se iba a hacer añicos. Alberto simplemente sintió que, por primera vez en semanas, la mesa parecía mesa.

—Yo… —empezó Marta.
—Yo también… —dijo Andrés.
Se rieron, y esa risa abrió una rendija.
—No sé qué pasará —dijo Marta—. No prometo lo que no pueda cumplir.
—Ni yo —respondió Andrés—. Pero no quiero que los niños pasen otra Navidad sin saber dónde están en nuestra vida.
—En medio —intentó bromear Luisa.
—En medio de nuestras decisiones, no de nuestros gritos —completó su padre.
Los niños asintieron. María respiró despacio. El mazapán no arreglaba matrimonios, pero sí miradas.
Cuando todos se fueron, María regresó al obrador. Quedaba una última casita. Se la comió.
Al segundo bocado apareció un pensamiento que llevaba años evitando: ¿qué pasará con la confitería cuando yo ya no pueda seguir?
Vio a su abuela Esperanza amasando, a su madre pesando azúcar, y a ella misma de niña moldeando figuras torcidas. Vio el sello de Campo y Alma, la clientela fiel, las manos jóvenes entrando sin saber que tocaban una historia.
Y vio a Luisa y Alberto, concentrados sobre la masa, serios y felices.
—Quizá no se trata de que esto termine —susurró—. Sino de que cambie de manos.
Al día siguiente, cuando llegaron los niños, encontraron dos delantales pequeños colgados junto a la puerta.
—¿Y esto? —preguntó Alberto.
—Uno para cada aprendiz —respondió María—. Del mazapán de verdad. Del que sabe a almendra, a Navidad… y a mirar las cosas de otra manera.
Luisa se lo puso despacio.
—¿Aunque me salga torcido?
—Si te sale torcido, será todavía más nuestro —dijo María.
La campanilla sonó. Entró Don Anselmo con el perro. Luego Inés con una bufanda nueva. Luego una pareja joven que discutía bajito, pero se cogía de la mano.
El obrador se llenó de vida.
Y, en la trastienda, la vieja receta del mazapán que mira al revés aguardaba, lista para la próxima Navidad en la que alguien necesitara ver lo malo un poco más pequeño y lo bueno un poco más grande.
Porque ese era el verdadero secreto del mazapán de Toledo: no solo convertir la almendra en dulce, sino convertir, durante un rato, la vida en algo más respirable. Mientras hubiera manos dispuestas a amasar, habría Navidades que sanaran un poquito los corazones.
Y vio a Alberto, con las manos enterradas en la masa, concentrado, serio, contento.
—A lo mejor… —susurró— esto no termine conmigo, cambiaran sólo las manos.
Y, en algún lugar muy discreto de la trastienda, la vieja receta del “mazapán que mira al revés” aguardaba, sabiendo que en cada Navidad habría alguien que necesitara ver lo malo un poco más pequeño y lo bueno un poco más grande.
La próxima entrega: La miel
Mazapán
IGP MAZAPÁN DE TOLEDO


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